La calle pregunta por sus dioses, por Luis Alberto Crespo, sobre Juan Calzadilla

En cualquier momento me encuentro con lo múltiple, que es fiel motivación de la poesía y hojeo y me entusiasma la lectura de Vela de armas (2007), de Juan Calzadilla. Nadie que haya leído su numerosa obra poética observa el mundo o lo real de la misma manera. Quiero decir que tras abrevar en ella, la certidumbre y la invención con que pretendemos aprender nuestra idea del ser y de las cosas, nunca serán en adelante las mismas. Pareciera que el poeta má urbano del género entre nosotros quisiera disuadirnos de cierta creencia acerca de la captación sensorial o mental que tenemos de nuestra visualización y transfiguración de nuestros vínculos con la tierra.

Desde sus orígenes una obra de tal valía se ha orientado hacia esa determinación: convencernos de que somos unos ilusos en nuestro afán por atribuirle a las formas y a sus sombras, a lo visible y lo impalpable, a la vida misma y su traspatio metafísico, una propiedad personal que no nos merecemos y que —lo que es peor— usurparnos. He aquí, entonces, todo un ars poética, una praxis de la escritura obsesivamente orientada a comprobar tal confusión y semejante engaño. Para evidenciarlos, Calzadilla se vale de la ironía y del afecto humano y los concilia, de cierta lógica oblicua (porque la asedia con lúdicos sofismas), sus armas recurrentes. no hay libro suyo que no lo distraiga de su propósito. Hoy, después de una existencia consagrada a su muy particular e inimitable labor, yo admiro su coherencia y su sorprendente, inagotable diversidad.

Maestro de la poesía, así entendida y así asumida, compórtase como un artesano de la palabra, a la que, rehaciéndola siempre, retomando bocetos y acabados para reconstruirlos de nuevo, sin por ello desbaratar la horma que los hace posibles.

Quienes solemos frecuentar sus invenciones (los de la escritura, la reflexión, el dibujo y la pintura) vivimos atentos a una nueva aparición de sus creaciones porque sabemos que una sorpresiva confidencia nos ha de deparar su lectura o la observación de sus formas pictóricas, ahora en prosa, ahora en imágenes o bien en el aforismo o la meditación.

No más abrimos las páginas de Vela de armas la voz de Calzadilla nos amista con su ya conocida motivación de escéptico, de ateo de la lírica convencional. Un poema en prosa suyo nos advierte, una vez más, que debemos desconfiar de lo que ocurre allá afuera o en nosotros y que mantengamos ojo avizor respecto a cierta lógica de la tramposa vividura moral:

 

Deberías haber salido antes de partir. Esto te hubiera evitado hacer el trayecto. Y te habría permitido llegar sin moverte del sitio de partida, justo en el momento en que partías y sin pérdida de tiempo.

No te diré pues que yo estaba en mi lugar porque a lo mejor era el lugar el que estaba fuera de mí. Tampoco diré que yo estaba fuera de lugar porque a lo mejor era el lugar el que estaba en mí.

 

Lector y seguidor de Michaux, asiduo de la poesía más actual (Colombia le concedió el prestigioso premio León de Greiff), de la que es figura descollante, Calzadilla ha sabido apartarse de las influencias logrando la originalidad de un lenguaje que es consustancial con su obra pictórica y su comportamiento existencial, como que es el último heredero de los revoltosos de el Techo de la ballena de los años sesenta.

Vela de armas acaso ilustre, mejor que no pocos de los muchos títulos que conforman su obra poética y —como hemos subrayado— irrepetible. Poesía de descreído, poeta del desconfiado de todo lirismo, al cual descarna con la punza y del escoplo de la desmitificación. De su obra abjurarían los cultores del sentimiento. Yo diría que es un lírico por defecto, si por lírico entendemos la representación de lo real mediante su transfiguración en belleza pura, en orfebrería de la imagen.

Versátil, la misma e indistinta, en todo caso siempre de varia inventiva, la escritura poética de Calzadilla es por ello impostergable cuando nos propone su lectura. vela de armas confirma esa cualidad. A vuelta de página nos reserva un poema inesperado que se aparta de su habitual rumbo por el espacio urbano y elige una dirección telúrica, pero desde afuera, sin inmiscuirse, o con rasgos rústico, aunque sin alejarse nunca de la huella que constituye su norte franco. Dice así y es glosa de una frase interpretada a Pessoa:

 

Como hierba crecí y no me arrancaron y no era monte.

—¿Cómo confirma la nada

si no es entregándosele?

Así he ardido en mi país.

—¿Como lirio?

—No, como monte.

 

 

 

Tomado del libro Lo silencioso vigila, de Luis Alberto Crespo, páginas 151-153, Editorial Acirema, 2021

Transcripción: Beira Lisboa

Juan, el Hombre-Mono y El Ciudadano sin Fin, por Camilo Morón
Publicado en Ante la crítica.

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