La obra poética de Juan Calzadilla: entre la urbe y las formas que huyen, por Arturo Gutiérrez Plaza

LA OBRA POÉTICA DE JUAN CALZADILLA: ENTRE LA URBE Y LAS FORMAS QUE HUYEN

 

Arturo Gutiérrez Plaza

Universidad Simón Bolívar

 

Entre finales de la década del 50 y comienzos de la siguiente comienzan a publicar su obra un grupo de escritores nacidos en la década de los 30, mayoritariamente migrantes de la provincia hacia la capital del país. Muchos de estos escritores se irán a reunir en diversas agrupaciones literarias, signadas por la búsqueda de nuevas exploraciones estéticas dentro de un ambiente altamente condicionado por la política[1]. La desembocadura de la dictadura perejimenizta en Venezuela, derrocada en enero de 1958, junto con el triunfo de la revolución cubana, serán dos de los elementos fundamentales que impulsarán el debate entre los intelectuales, artistas y escritores de la época, acerca de modelo político que habría de seguir el país luego de  diez años de dictadura militar, así como la discusión sobre las concepciones estéticas que habrían de promoverse en tales circunstancias. Una generación a la que por otra parte, le corresponderá ser testigo del más grande proceso de cambios demográficos del país, en su tránsito de lo rural a lo urbano[2]. Basta recordar que para 1930 Venezuela tenía una población de alrededor de 3.000.000 de personas, de los cuales unos 160.000, aproximadamente, vivían en Caracas (algo más del 5%). Veinte años después la población nacional rondaba los 5.000.000 de habitantes y la población caraqueña los 900.000, siendo la proporción de la población capitalina con respecto al resto del país de más del 18%. Para 1961 más de 7.500.000 de habitantes había en el país y alrededor de 1.700.000 (aprox. 22.3%) en Caracas. Diez años más tarde, en 1971, más de 10.700.000 personas conformaban la población venezolana, de las cuales alrededor de 2.650.000 (aprox. 24,6%) vivían en la capital (DE LISIO: 218). Es decir en 20 años (de 1930 a 1950) la población de Caracas se multiplicó por más de cinco, casi cuadruplicándose su proporción con respecto al resto del país. Y en treinta años (de 1930 a 1960) la población de Caracas aumentó 10,5 veces, mientras que su proporción con respecto al resto del país aumentó 4,5 veces. Dicho en otros términos, en el período comprendido entre 1926 y 1950 Venezuela se transformó de un país eminentemente rural, con un 85% de la población que vivía en al campo, a otro con una población urbana que superaba el 53% para 1950 y el 76,7% para 1971. Cifra que alcanzará un 87,9% al inicio del presente siglo. Todas estas estadísticas nos ilustran con claridad la naturaleza del fenómeno, sin precedentes en la historia venezolana, vivido por los miembros de esta generación de escritores. De las obras emprendidas por ellos, la de Juan Calzadilla (1931), a nuestro juicio, es la que registra, como ninguna otra en la historia de la poesía venezolana, la complejidad y derivaciones de este proceso de múltiples tránsitos: de un país estancado, rural, precapitalista y premoderno a otro dominado por el vértigo de una dinámica urbana, moderna, capitalista y profundamente conflictiva, sumida bajo el estigma de un vergonzoso subdesarrollo. El recorrido de esta obra es por tanto, también, una invitación a la lectura de una parcela del imaginario verbal sobre el que se ha tejido el discurso poético de la Venezuela contemporánea.

En estrecha relación con este tránsito del país podemos identificar tres etapas en la obra poética de Calzadilla. La primera, acotada entre 1954 y 1958, años donde publica los libros Primeros poemas (1954), La torre de los pájaros (1955) y Los herbarios rojos (1958). Libros en los cuales estamos ante un poeta titubeante, aún en búsqueda de una forma y un tono que lo expresen a cabalidad. Etapa en la que conviven el poema medido y rimado, el verso libre y el poema en prosa, y cuyo espectro temático girará en torno a una naturaleza, contemplada con nostalgia y vista como refugio de lo esencial, en oposición al ritmo de una modernidad anunciada aún a distancia por la amenazante presencia de las ciudades que se tornan en visiones apocalípticas.

Su primer libro ya nos permite establecer algunas correspondencias con las concepciones e inquietudes de las generaciones emergentes en su época.  Es un libro donde predominan poemas con métrica tradicional, sobre todo versos de arte menor y agrupaciones estróficas fijas, fundamentalmente tercetos y cuartetos, cuyos temas están enmarcados principalmente en la contemplación del mundo campesino. Desde el primer poema, titulado “Égloga”, nos encontramos con un universo poético regido por una marcada idealización de la naturaleza, un mundo bucólico donde coexisten avecillas, ranas, arbustos, flores, avispas, mariposas, rosas, la brisa, el sol, la luna, el bosque y un previsible arroyo, donde “el tiempo desanda”. Un impulso descriptivo como proyección de una mirada introspectiva domina la perspectiva del conjunto, configurando una noción espacial armónica, donde el hablante poético celebra, con cierto éxtasis panteísta, su estado de plenitud y comunión con lo natural. Pájaros, árboles, cantos o el agua de la lluvia y el río, participan de esa invocación celebratoria. Los títulos de muchos de los poemas dan fe de las características del espacio poético aludido: “Invernal”, “Lluvia”, “Calma después de la lluvia”, “Día de lluvia sobre el río”, “No ha muerto el cerezo”, “Cocuyo”, “Primeras cigarras”, “Agua nuestra”, “El grillo” y “Árbol”, entre otros. Sin embargo, el último poema que lo conforma, titulado “Cielo estrellado”, posee rasgos que lo diferencian del resto del conjunto. Allí se reúnen varios de los elementos que vendrán a determinar luego, con verdadero énfasis, el universo poético de Calzadilla. En ese texto, singular dentro de esta colección, aparecen tres elementos de su poética venidera: el verso libre de largo aliento, una visión maldita de la ciudad (en este caso condenada a las profundidades del mar y proyectada en el cielo, con reminiscencias bíblicas) y cierta imaginería surrealista. Veamos algunos extractos:

Cielo carcelero del ansia

cascada en medio de dios, anzuelo de muertos.

Mentira estrellada, mujer de espléndido torso admitida

en ese pasto azul con rebaños de ojillos de peces

. . .

Corona indescriptible de espinas amorosas,

ciudad en el fondo del mar,

mar inservible, idea que el viento saca a relucir

. . .

Testigo sin habla, testigo con gestos de luceros,

testigo culpable, testigo ancho, imposible, sospechoso, neutral:

Reveladora sustancia de puñales fatuos

sobre las ciudades criminales, despabilando

encadenada a sí misma en el fondo

de la más antigua prisión del agua.

Cielo rueda de gritos,

cielo torre inhumana, campanario inaudito,

cielo rueda de gritos.

Fosforescencia de los huesos del mar:

que a lo mejor son los ojos de las ovejas de Jacob.

. . .

Cascada de muertos, anzuelo general de dios,

ciudad en donde no hay

!nada que hacer!

En su segundo libro, La torre de los pájaros (1955)[3] encontramos un espacio regido por la palpitación de la noche, un mundo rural y campesino rodeado de misterios y de espantos, pero protegido por la inocencia y lo sagrado, en el que se evoca un viaje que dará lugar a episodios de encuentro y desencuentro entre el campo y la ciudad. En el poema “El alba” se habla de un campo donde hay “Montañas con senos bondadosos” que dan “la leche de la alegría siempre”, allí “el sonido/del viento palpita en la sangre de esos gigantes árboles” y el “alma” se encuentra “pletórica de los árboles y los pájaros alborozados”. La ciudad,  por su parte, se presenta llena de “ruidos distintos”, un lugar donde el “corazón latió silencioso, como lleno de soledad, de una soledad/más amarga que todo”, espacio levantado “sobre un horizonte de crueldad” en el que a diferencia de los árboles del campo “[l]as construcciones de los hombres no fueron nunca más altas que las torres de los pájaros”. Aquí dos leit motive se alternan, aumentando la tensión de la oposición planteada. En el primero y cuarto poemas, “La noche” y “El alba”, el primer verso dice: “!Oh la tierra otra vez, a donde vuelve mi pequeño corazón”, observándose las siguientes variantes en el adjetivo que cierra el verso, en cada caso: “bullicioso!” y “jubiloso!”. Lo mismo ocurre en el segundo y tercer poema, “Las ciudades” y “El regreso”, cuyo verso inicial dice: “Yo fui de las montañas a las ciudades oscuras y amenazantes”, en el primer caso, mientras que en “El regreso” se suprime el adjetivo “oscuras”. El poema de cierre “Las montañas”, que anuncia el final del ciclo del viaje de ida y vuelta del campo a la ciudad, comienza así: “!Y ahora estáis aquí montañas para siempre!”. De regreso a la naturaleza, alejado de la amenaza urbana, el poeta se siente reconciliado con su espacio nativo. De algún modo, con este opúsculo, Calzadilla se inserta con mayor firmeza en una larga tradición iniciada con Bello en la poesía venezolana, relativa a la conocida oposición ciudad-campo. ¿Acaso no sentimos aquí aún la vigencia de versos como: “¡Al campo!!Al campo! La ciudad me enoja”[4]? Tradición que si bien en parte, en el caso de Bello, se gesta como consecuencia de la reapropiación de algunos tópicos clásicos como el locus amenus y el beatus ille, que vendrán a delimitar una importante parcela de la retórica poética del siglo XIX (como lo apreciamos desde las mismas “Silvas americanas”), en Calzadilla se configura más bien como actualización de dichos tópicos, pero sobre todo como intensificación de la vivencia contradictoria y compleja que, dentro del inédito vértigo de la modernidad venezolana, comienza a dominar la dimensión afectiva y expresiva del hablante poético de esta poesía.  Ahora bien, si el estribillo “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”, del célebre poema de Vicente Gerbasi, Mi padre, el inmigrante, sirvió como motivo para que en los años ochenta el grupo Tráfico[5] en su manifiesto propusiera el lema “Venimos de la noche y hacia la calle vamos” (SANTAELLA: 109) como índice de un cambio de directrices de los discursos poéticos predominantes en su tiempo, con la pretensión de dar lugar a una poesía de tono más coloquial y urbano en oposición a una de vocación metafísica y esencialista que denunciaban como normativa para aquel entonces, podríamos afirmar que el estribillo “Yo fui de las montañas a las ciudades amenazantes”, del poema “El regreso” de La torre de los pájaros, constituye un paso precedente en tal mudanza. Con la obra poética de Calzadilla, sobre todo a partir de Dictado por la jauría, ya nunca ni la noche ni la ciudad serán las mismas en la poesía venezolana. Mudanza que se corresponde con la de un país que ya para aquel entonces había dejado de ser predominantemente rural y se aprestaba a conocer una realidad urbana compleja, caótica y vertiginosa.

En su tercer libro, Los herbarios rojos, predominan los poemas en prosa y la representación de una naturaleza, más bien degradada y poseída por el mal y la muerte, que no oculta parentescos con el mundo y el tono presentes en la obra de José Antonio Ramos Sucre, poeta descubierto, celebrado y seguido por las jóvenes generaciones de  aquellos años, de entre quienes, por cierto, Calzadilla se cuenta como uno de los primeros en haber escrito sobre él, en los tempranos años cincuenta[6]. En este libro se entabla diálogo tanto con la simbología del espacio rural y la naturaleza agreste y misteriosa característica, por ejemplo, de los Espacios cálidos de Gerbasi, como con la aplastante atmósfera sombría, de apretada sintaxis y asombrosa adjetivación, que impera en toda la obra de Ramos Sucre. La infancia, la naturaleza, la inocencia y la crueldad son algunos de los núcleos temáticos que lo estructuran. Allí también Calzadilla nos alerta ante la amenaza de la destrucción apocalíptica y la desolación, ante el acecho de una existencia donde, como dice en el poema “Equinoccio” los pájaros serán “simbólicos/relojes”, en cuyos “altos misterios”, “!Ya no creemos!”. Ahora los “Árboles de papel oyen el canto/ descorazonador” y la naturaleza ha quedado reducida al “desierto/rojo de Belial”. Ahora, el “cielo estrellado” de La torre de los pájaros no es más que una premonición  bíblica, de aquél surcado por “astros como fríos candeleros/ sobre Babel”. La imagen de la ciudad maldita y de su condena será el preámbulo de la ciudad siempre adversa que existirá en su obra.

La segunda etapa en la obra de Calzadilla, se inicia luego de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958, en el momento de mayor irrupción y cambio en la poesía venezolana, después de la experiencia viernista[7] que marcó el inicio de la era postgomecista. Su activa participación en El Techo de la Ballena [8], vendrá a ser además un decisivo detonante en la búsqueda de un lenguaje completamente rupturista, de vocación anárquica y parasurrealista, destinado a expurgar y denunciar las miserias de la vida urbana percibida como una realidad monstruosa, alienante e inhumana. Con El Techo de la Ballena:

se afianza en Venezuela –según José Barroeta– el concepto de la no valoración de la obra de arte como tal, se amplían los conceptos del objeto artístico y de la materia poética, jerarquizando ciertos elementos que aparecerían marginados por la preceptiva tradicional, al mismo tiempo se va a consagrar el espíritu de ruptura con todo lo que bordee o limite con lo convencional, con lo anterior”  (59).

Dentro de este marco artístico e ideológico la visión de una ciudad degradada y degradante será un tema central en las obras de muchos, si no todos, los miembros de esta agrupación. De ellas, sin embargo, la obra de Juan Calzadilla será la que llegará más lejos dentro de la tradición poética venezolana, al procurar una renovación estética conjugada con una inusitada rebeldía y desenfado, en el abordaje de la ciudad como espacio poetizable. Su lenguaje, ya alejado de las formas tradicionales y de sus iniciales tentativas e influencias, logra asentarse y adquirir buena parte de los rasgos que lo caracterizarán en adelante, y que le otorgarán atributos distintivos, y en cierto modo inconfundibles, dentro de la poesía venezolana e hispanoamericana. Calzadilla, en esta etapa, le da paso desde distintas máscaras poéticas a una imaginería parasurrealista que hurga en el mundo degradado y degradante del espacio urbano, para denunciarlo de un modo agresivo y descarnado que no oculta parentescos con la estética del feísmo y el decadentismo, surgida, con Baudelaire, un siglo antes tras la aparición de la ciudad moderna en Europa. Este período abarca unos 15 años, desde 1962 hasta 1977, y está conformado por seis libros: Dictado por la jauría (1962), Malos modales (1965), Las contradicciones sobrenaturales (1967), Ciudadano sin fin (1970), Manual de extraños (1975) y Oh, Smog (1977). En todos ellos se le da preeminencia a la temática urbana y a la representación del ser alienado que vive y sobrevive en ella. Es por tanto, la etapa en la que Calzadilla profundiza en la exploración de las formas de envilecimiento que la ciudad comporta. Ésta, en su carácter monstruoso, es vista como una bestia en la que ese ciudadano, enajenado y sin propósitos vive (como dice en el poema “Vivo a diario”) mientras hace “la digestión de todas sus víctimas”. Ciudadano que, además, tal como se muestra en el poema “Jonás siempre” se emparenta con el personaje bíblico pero ahora éste habita “en  el  vientre  de la  ciudad”, “lleno de incertidumbre”.  La “ballena”, es vista así en la poesía de Calzadilla como la ciudad misma, lugar donde los ciudadanos moran y son digeridos, más que como el animal que tiene como “techo” el mar, de acuerdo a las llamadas Kenningar[9], de las que se valió Carlos Contramaestre para darle nombre al grupo. Calzadilla elabora buena parte de su poética alrededor de la figura del ciudadano, hace de él un personaje que se posesiona de la voz del hablante lírico, en la misma medida que la ciudad lo posee. Así dice: “Mis movimientos son tuyos, ciudad,/ Me habitas cruelmente/ Hostigas mi éxodo/ Orientas mis pasos hacia los estados de postración” (“Legítima defensa”) o “Alrededor te tengo ciudad/ me tienes somos el uno en el otro/…/soy eres somos el hecho en sí” (“Ciudad”). La creación de esta figura de intermediación del enunciado poético supone un cambio decisivo en su obra. Estamos en presencia de un “yo” muy distinto al de sus libros anteriores. Ya aquél grandilocuente y autocentrado, de estirpe whitmaniana, o el de tono nostálgico o el sombrío ramosucreano de muchos de sus poemas de los primeros libros ha dejado de existir. Ahora el hablante lírico se postula como un personaje paródico e irónico, que trata de cumplir “a cabalidad” sus funciones de “buen ciudadano” (“Ocupaciones”) tal como todos aquéllos que lo rodean. Hay una distancia entre el “yo” convencional y este “yo” dramatizado, que reproduce a su vez el desapego afectivo o más bien el franco rechazo que produce la ciudad en el hablante poético. Distanciamiento, por demás necesario para dar cumplimiento al logro de la perspectiva requerida para la formulación del discurso paródico e irónico, constitutivo del decir poético-crítico calzadillano, que a partir de esta etapa se erigirá como constante en su obra. Ese “ciudadano sin fin” es por una parte el sujeto sin objeto, errático y alienado que se desplaza entre la multitud, un hombre sin aspiraciones de liderazgo ni convicciones (como dice en “Funcionario que celebra un ritual”: “hay que reconocerlo no estoy hecho para dirigir la multitud”)  que trata de ajustarse a las convenciones, que al “reconocerse” sólo observa su “oficio de espectador” (“Me reconozco”), que  “tiene la grandeza de lo que anda a rastras por el  suelo” (“Decisiones”) y tan sólo aspira “obtener título de ciudadano común” (“Aquel”), pero por otro lado es ese ser que conforma la masa indiferenciada y que resulta innumerable, sin término que lo cuantifique, pues en realidad, como dice en el poema “Todos una sola persona”: “sin saberlo cada individuo está formado/ por multitud de seres que le precedieron y le siguen/ La suma de mi cuerpo es la resta de todos/ los demás cuerpos que me acompañan“. Se trata de un individuo enajenado, al que “la selva urbana” le “propone una máscara”  (“Me reconozco”) para uniformarlo, para hacerlo otro distinto a sí mismo, pero también para condenarlo –de modo kafkiano– al igual que los demás. Es lo que vemos, entre muchos otros, en el siguiente poema:

una  partida de dados comienza a jugarse, sigue

a las palabras de la sentencia

mas las pruebas existen

siempre han existido        están a la vista

no necesitan ser presentadas para que se te condene

inmediatamente

puesto que las descubres por todas partes

asidas como pulpos a tu mesa

transformadas de repente en las flores

que han enviado para el fin del  acto

el péndulo interviene en la ejecución de la sentencia.

señala las pautas trenza el tiempo

cuenta uno a uno los segundos de esos diez años

que  permaneces sentado p e n o s a m e n t e

allí ante el  juez

(“Fin del acto”).

Esta condena termina siendo autoinculpación, al derivarse de ella la justificación de su propia negación como ser individual, distinto a la masa, lo cual lo hace inexorablemente repudiable y culpable, pues, como dice el personaje del poema “Las armas invisibles”: “A fin de cuentas, mi miedo emana sólo de mí. Soy el ciudadano culpable, el origen y el fin de mi asco. Siento pavor y, al descubrirme bajo este aspecto repelente, me lanzo detrás de mí  mismo, perseguido por la más espeluznante de las bestias”. El poema se instaura como espacio para la escenificación. Al igual que la misma vida en la ciudad caracterizada por la violencia, las pequeñas tramas de lo cotidiano y lo absurdo ocupan el escenario textual, donde los ciudadanos-personajes-actores (que parecieran seguir el método Stanislavky y actuar en obras de Ionesco o Beckett) nos ofrecen parlamentos como estos:

Mi vocación de actor que toma

demasiado en serio

la  representación de un  crimen había sido decretada

. . .

debo ejecutar a diario números de magia

para un público enfermo,

ávido de ver la sangre corriendo en lugar del agua

. . .

(mi público está formado exclusivamente de fieras)

escuchaba sus burlas horribles cuando aún

mi sangre destilaba bajo el entarimado

(“Mi vocación de actor”).

El ciudadano, ahora en su rol actoral, nos advierte sobre el sin sentido de su tránsito por la urbe. Consciente de su estado de enajenación confiesa ante su público (¿sus lectores?), con nostalgia por la inocencia de la niñez, la sin razón de su juego (¿su vida?):

Como lo que a diario vemos

de lo que aquí se trata es de representar el juego

que en el juego de todos los días tomamos en serio.

Que un niño no entienda el juego

tal como se verá en esta pieza

¿no indica eso que nuestro juego es torpe?

Porque del juego de los niños

todos sabemos que para ellos tiene algún sentido.

El nuestro, para nosotros,

ninguno.

(“Los actores”).

Pero además, este ser poseído por la ciudad, condenado en su ejercicio de la ciudadanía, obligado a actuar sobre un escenario regido por la violencia y el sin sentido, sufre también una escisión que lo enfrenta a otro que también es él, dejado en evidencia, constantemente, en la asunción de sus roles, dados sus continuos e inevitables desdoblamientos. Todo ello lo impulsa a afirmar:

Vives demasiado adentro y fuera de la ciudad

para poder cumplir a cabalidad tu oficio de vivir.

Oficio que desempeñas del mejor modo en lugar

de otro y que te es impuesto desde dentro y de

fuera de ti mismo

para que de ningún modo puedas cumplirlo a

cabalidad

(“Tomas el pavimento por la forma exacta de tu piel”)

Sentimiento que lo impele también a asegurar: “diariamente soy  empujado a ser  otro/ y  el  papel  me  va bien” (“He sido otro”). Sin embargo, tras la aceptación de esta acuciante transformación y su consecuente enmascaramiento, surge la pregunta “¿y los paisajes?” (“He sido otro”). Pregunta que sirve ante todo como constatación de una imposibilidad: volver a ser quien se era. Ante el acoso de la nostalgia por la naturaleza, la única respuesta es el desengaño, la amarga aceptación, la negación, por eso dice: “Nada tengo que ver con lo que he sido/ ni con lo que ahora mismo soy, existo simplemente” (“En memoria del ángel”), afirmación que en otro tono, encontramos de nuevo en Jonás, el morador de la ballena: cuando dice: “y así viviré bajo un cielo inmóvil, sin deseos/ odiando la palabra el sentimiento/ las cartas de retorno/ el silencio de los cactos” (“Jonás siempre”). Ese yo-otro surgido de la rememoración del pasado rural lo encontramos en otros poemas como “Donde los ciudadanos evocan la vida rural” o “Los impenitentes de ayer” del libro Oh, Smog, ya no como mera oposición reactiva a la ciudad, en confrontación con ésta o impulsada por el ánimo de vencerla. El sentimiento que queda es más bien de resignación sin estrépito, de asumida imposibilidad. Pero entre las múltiples formas de desdoblamiento que se dan en esta poesía, como expresión del carácter alienante de la vida citadina percibida por los poetas de los 60, hay también la presencia fantasmal, el otro amenazante contra el que se debe combatir y vencer, como forma paradójica de vencerse a sí mismo, pues ese otro no es más que la imagen escindida de un yo atormentado, víctima y victimario sin cuartel. Es lo que podemos ver en un poema como “El doble hace su entrada”:

Pierdo mi tiempo dibujando monstruos

en las paredes

de una habitación desierta

espectros que sin atreverse a entrar se asoman por la ventana

yo les hago señas los invito a que pasen

todo en vano: siempre terminan escapándose

saludo sus sábanas de ángeles

sus apariencias extravagantes!

…..

monto en cólera

al cabo soporto en silencio que no se vayan jamás

siempre encuentran un sitio mejor para instalarse

mas mi cólera aumenta, trepa por las paredes del cuarto

al volver descubro allí mismo a un enorme perro

seguramente hace guardia

ahora bien yo intento ganar su confianza

arrojándole las partes de mi cuerpo que aún

no ha terminado de comerse

que aún no ha terminado de comerse.

O en “Relevo de guardia”

Veo frecuentemente en las paredes de mi cuarto fantasmas que tienen mi propio largo, que ríen con mi risa, que parpadean con mi único ojo sano y me llaman con una voz tímida y desesperadamente mía. Me hago a la idea de que no existo. Tomo una resolución, comparto una existencia suicida. Doy unos pasos y ruedo por las escaleras. Sucede que es sólo una manera de empequeñecerme hasta quedar limitado a mis propios pies. Pies obligados a tamborilear sobre una superficie curva, que nada saben del resto del cuerpo, manos que se me han extraviado y que sin darse tregua aún me ahogan. Sólo soy esa porción de mí mismo que no alcanza a existir en ninguna cosa, finalmente reducida a un golpe de sábana.

—Insensato, me digo, tú no puedes huir sin dejar un rastro de sangre en la ventana.

Esa es la señal.

Relaciono todas las cosas. Vivo bajo permiso de muerte.

 

Otro personaje recurrente y representativo de la escenificación poética calzadillana, derivado de los mismos condicionantes (la ciudad agobiante y la vida enajenada reclamada por ésta) es el del suicida. Su primera aparición es en el poema “Los métodos necesarios” de Dictado por la jauría, donde luego de un verso como “más valdría hacer algo, te digo” [10] y tras una intensa enumeración y exploración de alternativas dirigidas a acabar con el opresivo orden instituido en aras de “constituir” la solidaridad y “la felicidad a cualquier precio”, se concluye proponiendo hasta “los métodos más violentos incluyendo el suicidio”. Este personaje, “El suicida”, lo encontraremos en variadas versiones y reelaboraciones a lo largo de la obra de Calzadilla, hasta sus libros más recientes, llegándose al extremo en Oh, Smog  de ser el nombre de tres poemas distintos.  Él encarna, de algún modo, la máxima condensación de la violencia experimentada en la ciudad. Su invocación no es más que un signo en extremo diciente de la desesperación y la angustia del individuo enajenado que habita la ciudad. Es una respuesta dramática y rebelde al agobiante estado de amenaza y violencia que acecha al ciudadano que vive “bajo permiso de muerte” (“Relevo de guardia”), que –según dice– no procede más que en “legítima defensa” de lo que no es, el ser atrapado que sabe que huir de la ciudad es huir de sí, el que entiende “que hay un golpe que no sabe renunciar/ a la tinta de escribir con sangre”(“El que huye de la ciudad huye de sí”), aquél que a diario debe enfrentarse a la “identidad secreta” de los “pillos” y sus “chuzos”, así como al detritus, los basurales y las distintas formas de contaminación y degradación que constituyen y estigmatizan el espacio urbano. Ser que  padece, transita y deambula por la ciudad trajeado de funcionario o de transeúnte anónimo, y que se concibe emparentado con un prolífico bestiario conformado por perros, sabandijas, buitres, salamandras, gusanos, reptiles y ofidios. Un ciudadano que más que hablar ladra, pues como dice en “Las armas invisibles”: “Me denuncio ante los demás como un ser valiente, proclamándome del modo más heroico, con toda clase de instrumentos, armas blancas y armas de fuego, con gestos de ciudadano orgulloso, vociferando, aullando y, en los momentos menos felices, hasta ladrando”, y que en lugar de caminar se arrastra. Forma de desplazamiento que aunque en el poema “Hábitos”, de Dictado por la jauría, se señala como costumbre infantil, más bien ligada a la etapa formativa en el ámbito rural (“De niño adquirí el hábito de arrastrar los pies. Inclinación/ un tanto morbosa que pronto se apoderó de todo mi ser./ Se trata, me dije, de la vía más rápida/ para llegar a ser un ofidio”) y que sobre todo nos da indicios de la disposición corporal de un ser de por sí sustraído de su propia identidad, vendrá a formar parte, en sus posteriores libros, fundamentalmente a partir de Diario para una poesía mínima (1986) de las características intrínsecas de ese anodino individuo que se desplaza por la ciudad. Es lo que nos dice, por ejemplo, en “El presente tiene también sus sombras”: “El presente tiene también sus sombras/ Lo descubres caminando por la avenida con el sol en tu espalda. Entonces/ crees pisar tu identidad/ que se arrastra como serpiente en el suelo” o en “La ciudad”, de Principios de urbanidad (1997): “No llegué a comportarme como un ser urbano hasta que sentí que me arrastraba con miles de patas. Como el miriápodo conservé, sin embargo, una sola cabeza. Y así me paseo por la ciudad y procreo una enormidad de vástagos”. Esta progresión nos indica además la importancia que va adquiriendo lo corpóreo en esta poesía. Elemento que, si bien podríamos asumir en un principio como representación alegórica de la dinámica psíquica del hablante lírico “consumido” en una suerte de paradoja dialéctica entre la movilidad y la detención, en tanto signo de la inutilidad de toda acción en la vida citadina, llegará luego a poseer connotaciones profundamente ligadas con la concepción misma de la escritura. Entretanto, otras dos características relacionadas con la dupla cuerpo/movilidad identifican al ciudadano llamado “común” que se escenifica en esta poesía, dos elementos que denuncian el grado de inconsistencia y alienación de su existencia: los trajes y la  ilusión de desplazamiento. Lo primero, la metonimia traje-cuerpo, la encontramos con insistencia en varios poemas de Dictado por la jauría, es el caso de “He sido otro” (“Los modales de reptil con que cubro las  apariencias  abruman la soledad/ de mis trajes desmedidos/…/he vuelto de revés mi traje para cubrir las apariencias/ llevo una máscara/ he sido otro”), “Golpeando al abismo” (“entre mi espíritu y yo están mis trajes”), “El invisible sale de casa”(“mas alguien debe hacer el resto cuando el pesado traje/ se queda sin cuerpo colgando como res muerta en los ganchos”), así como también en “Ocupaciones”: “De pronto, al pretender ocupar mi sitio en los trajes/ compruebo que éstos se han vuelto excesivamente grandes/ para mis modales de buen ciudadano”; otro tanto ocurre con la idea de movimiento y la imposibilidad real de  desplazarse más allá de la propia interioridad, inmovilidad que alude tanto a la persistencia de ese otro que hemos señalado y por ende su consecuente desdoblamiento corporal, como con la problemática relación identidad-cuerpo. Esto lo vemos en poemas como “Hago un alto” de Malos modales (1965):

Hago un alto para ver cuánto he caminado. Yo no ando a grandes pasos sino que, a cada instante, me detengo para apreciar la distancia recorrida. El camino siempre asciende, su trayectoria se vuelve penosa como la pendiente de un volcán y, para colmo, cumple una vuelta en órbita al cabo de la cual descubro que estoy donde mismo y que aún no he partido.

O “Con resolución” de Manual de extraños (1975)

Al cabo descubro que el punto a donde me dirijo

está demasiado cerca para darme cuenta de que,

definitivamente,

me confundo con él

 

(los pasos que, en apariencia,

me empujan hacia otro,

en verdad sólo me permiten

andar a lo largo de mí mismo).

 

Del mismo modo que en “Situación inversa” (“De repente mi cuerpo se pone en marcha/ y, desplazándose, ocupa mi propio sitio en la calle”) y  “Ciudadano” (“Después de todo, no me resulta extraño –a mí que/ recorro a diario la ciudad– el hecho de que, a/ veces, a la vuelta de una esquina me tropiece/ conmigo mismo”).

Existe un obvio consenso crítico en identificar la ciudad referida en la poesía de Calzadilla con Caracas. Eso dice, por ejemplo, Ludovico Silva al identificar los temas presentes en ella:

Un tema, obsesionante, es el de la ciudad; concretamente, la infernal Caracas, especialmente aquella Caracas de los años sesenta, cuando la violencia era el signo dominante de nuestra ciudad; la ciudad interiorizada y convertida en el tema interior de un poeta; la ciudad transubstanciada en monstruo interior, casi en personaje íntimo” (89).

Similar opinión manifiesta José Barroeta, quien afirma:

considero que es a Juan Calzadilla a quien corresponde el mérito de juntar los puntos cardinales de una ciudad, Caracas, en la que el ser es ‘hombre tendido para la venta pública, con riguroso valor de cambio, hombre vaciado como un ojo bajo una impostura, pues el mercado lo exige así, mientras alrededor, a través de infinitas bocas, el mundo se despelleja, se desgaja, sellado increíblemente con toda serie de obstáculos y maquinaria pesada’” (68)[11].

Sin embargo, lo cierto es que tales impresiones corresponden más a la constatación de un dato biográfico y si se quiere testimonial que a un rasgo textual, pues la ciudad que Calzadilla registra es una ciudad en buena medida anónima. En los textos que conforman su obra hasta hoy, más de 2000, en sólo dos se hace mención al nombre de la ciudad[12]. Esto le otorga, como singularidad a su obra, el carácter de atópica, pues no hay un solo referente (calle, avenida, plaza, accidente natural, etc.) que permita identificar el lugar donde transita tal ciudadano, a lo que luego se le ha de sumar una marcada atipicidad, como veremos al comentar la tercera etapa de su obra. En todo caso, volviendo a la ciudad, enmascarada en su anonimato, ésta representa en la poesía de Calzadilla la urbe moderna impuesta por la cultura occidental, el “espacio que históricamente, funciona como metáfora de la instancia burguesa” (MORALES: 18). Esa ciudad denunciada por Baudelaire y que Rimbaud concibió –como nos lo recuerda Calzadilla- como aquella cuyos “humos nos siguen de lejos por todos los caminos”. Ciudad donde la poesía “se constituye en el ámbito de una experiencia dentro de la cual la palabra se revela como palabra desposeída de sí misma: desquiciada, fuera de sí” (ID: 19), un espacio donde: “la conciencia tradicional es desestabilizada, puesta en crisis” (ID).  Es la ciudad nacida del ascenso del orden burgués y del desarrollo comercial e industrial capitalista que descolocará y pondrá en crisis la conciencia tradicional hasta producir la quiebra de los propios supuestos de la  modernidad y sus metarrelatos, tal como lo denunciara Lyotard al hablar de la condición posmoderna. Crisis que dará paso al derrumbe de las visiones utópicas y los órdenes estables, y exigirá y dará cabida a nuevas formas de expresión artística correspondientes a los nuevos epistemes de la llamada posmodernidad. Como respuesta a estos cambios, Calzadilla inicia a partir de 1982, con la publicación de Tácticas de vigía la exploración de otras rutas expresivas que marcarán el inicio de los que podríamos llamar la tercera etapa de su obra[13]. Período durante el cual Calzadilla se afilia a la búsqueda de lo “minimal”, tanto por lo sucinto como por la significación que también le otorga al término, entendido como la crónica de “males mínimos”. Se interesa en alcanzar un texto cada vez más despojado de toda posible retórica donde se cristalice sintéticamente el sentido sobre la forma. Un texto de corte más bien epigramático y de concisión conceptual, donde a la crítica a la vida urbana y a la modernidad se sume la reflexión sobre el propio objeto donde se enmarca la reflexión, es decir, el poema. Reflexión que halla expresión en un apunte aforístico, tentado por una suerte de automatismo que  no busca impulso tanto en las fuerzas ocultas del inconsciente como en los reflejos condicionados y condicionantes que determinan la inercia caligráfica de la escritura y el trazado rápido del dibujante. Esta nueva textualidad surgida en la obra de Calzadilla ha de llevar como impronta urbana, varias de las cualidades del graffiti[14]: su cualidad prosaica y reflexiva; la irreverencia con que se postula y observa a sí misma como un cuerpo ajeno a la retórica poética convencional, sin tratarse de anti-poesía (pues más bien se constituye en exploración contra-poética); y su aspiración a ser una reflexión nacida de la premura e imperativos de la escritura caligráfica, de cuya naturaleza derivan sus rasgos formales. Una reflexión que no repara en exhibir la importancia que otorga al proceso mismo de su constitución y que incluso, con frecuencia, hace de él su resultante, (de)mostrando las trampas y juegos de lenguaje que encauzan y encarcelan el pensamiento más allá de toda ilusión de autonomía.

Se trata, además, de una escritura en la que cada vez alcanza más relevancia lo visual, aspecto que como veremos tiene también implicaciones en la exploración de los urbano. En los libros que van de Dictado por la jauría (1962) a Oh, Smog (1977), el ojo actúa como receptáculo denunciante de la violencia urbana, tal como podemos constatarlo en algunos versos contenidos en poemas de aquella etapa: “cierro los ojos y digo túnel carnívoro sin omitir sílaba” (“Vivo a diario”), “mi ojo grosero siempre dispuesto a vaciarse como vaso  de vino” (“Vivo a diario”), “mi alegría cifrada por los despojos de miseria que apuñala mi ojo”(“Me reconozco”), “me miran con ojos de flecha desgastada” (“He sido otro”), “la viga cae justamente sobre tu ojo abierto”(“Fin del acto”), “con una daga al interior de mi ojo” (“Subsisto”), “mi único ojo sano” (“Relevo de guardia”) o “vibra en la punta de un ojo aparentemente furioso” (“Antenor, personaje de un cuadro”). Este “ojo” luego se ha de transformar, sobre todo a partir de Tácticas de vigía (1982), en una especie de elemento regulador del propio texto, brindándole un orden geométrico y simétrico tanto a la composición como a la reflexión implícita en él, la cual alude por lo general a diversos rasgos y atributos visuales y espaciales que se hacen consustanciales al pensamiento poético que intenta expresarse. Veamos un ejemplo donde además esta visualidad está “regulada” por lo urbano:

El punto de vista urbano consiste en el error de suponer que

la mirada tiene por marco a un rectángulo

que crece en el ojo.

                                                           (“Lógica uno”)

 

Es en el punto de encuentro entre el aforismo y el epigrama donde la escritura de Calzadilla se postula, en esta etapa, desde una honda raíz urbana, ya no tanto referencial sino –digamos– consustancial, como posmoderna o más aún como “post-poesía” (CALZADILLA ARREAZA: VIII). Pues desechando las convenciones formales del género se constituye en “una ascética  de los recursos melódicos e imaginarios del poema tradicional” (ID: IX), a favor del predominio del  sentido como “efecto intelectual o lógico (paradójico, irónico, humorístico, político, ético, etc.)” (ID). Lo cual dicho en términos de los procedimientos poéticos distinguidos por Pound, se traduciría en una textualidad dominada fundamentalmente por la “logopoeia” en menoscabo de la “melopoeia” y la “phanopoeia”[15].

Todo lo cual ha de ser entendido como resultado de un trayecto, como la consecuencia de un largo recorrido hacia una urbanidad, ni deseada ni añorada, pero tampoco evadida, y en su caso más bien padecida. Pues como advirtiéramos con anterioridad la obra de Calzadilla, vista en conjunto, tiene entre muchos otros atributos el de haber sabido registrar el tránsito de un país y de su tradición poética, por una ruta que nace en el mundo rural y pasa por las etapas heterogéneas, conflictivas y contradictorias propias de las versiones subdesarrolladas de la  modernidad y posmodernidad latinoamericanas y venezolana en particular. Un tránsito poético que surge del desarraigo producido por el profundo conflicto entre el campo y la ciudad moderna y se interna progresivamente en el mundo psíquico del individuo hecho ciudadano que sobrevive en permanente conflicto consigo mismo y con los otros, hasta llegar a una escritura que sustituye al referente urbano, pues en su naturaleza fragmentaria, prosaica y reflexiva, encuentra una más cabal expresión de la experiencia citadina inscrita en la contemporáneidad. Una escritura que quiere hacerse corpórea y que no deja de anhelar en su interior el impulso lírico que subyace en su interior como aspiración de reconciliación. Quizás por eso, tras el largo proceso de decantación verbal que se puede observar en el curso de esta obra, finalmente quede también reducido el número de personajes y animales que la habitan. Lo que antes era un profuso bestiario que connotaba la magnitud de la degradación humana en la vida moderna, si observamos con atención, ahora se limita básicamente a dos: el perro y el pájaro. El primero nos sigue ladrando como los ciudadanos de nuestras ciudades, testigos de la violencia urbana, tal como podemos apreciarlo en poemas como “Este monstruo, la ciudad”, entre otros:

Este monstruo te tiene en el firmamento de su boca

Te modela te reabsorbe

como el papel secante. Ah, crece

a costa de excavar

bajo el fino suelo

de tus párpados. Te vigila

alimenta la opacidad triste de tus sueños

Te habita te viene

con cuentos

y ladra en ti tan pronto descubre

que tus argumentos son los mismos del perro.

Mientras que por su parte y en oposición, el pájaro representa la voz lírica ligada a lo esencial y a lo natural (y también a la escritura). Así dice en “Los Pájaros”: ¿Es que volaron antes de que nos diéramos cuenta/de que podían hacerlo sin necesidad  de tener alas?/¿O fue que nuestras miradas se las prestaron?/Así el poema”. De este modo el conflicto ciudad-campo se ve transpuesto a estas dos figuras, así como sus hablas (el ladrido y el canto) a la prosa citadina y a la lírica de la naturaleza[16].

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

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[1] De ellos, quizás los tres de mayor relevancia y repercusión fueron Sardio (1958), Tabla Redonda (1959) y El Techo de la Ballena (1961). Calzadilla será uno de los miembros más destacados y activos de este último.

[2] Cambios que comenzarán a hacerse manifiestos a partir de 1922, año en que el país descubrirá  su riqueza petrolera, tras el “reventón” del Pozo Los Barrosos, y en el que tomará impulso la mudanza de una sociedad rural y precapitalista a otra urbana  y capitalista con creciente inversión extranjera en el sector petrolero.

[3] Más que un libro es una plaquette que bien podría leerse como un largo poema dividido en cinco partes o como cinco poemas estrechamente relacionados, formal y temáticamente.

[4] Verso inicial del tercer canto, llamado “La chacra” del extenso poema de Bello “El proscrito”.

[5] Grupo literario creado en 1981, conformado por Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantin, Miguel Márquez, Alberto Márquez, Rafael Castillo Zapata e Igor Barreto.

[6] El artículo se titula “Ramos Sucre y la nostalgia heroica” y fue publicado originalmente en El Nacional (Caracas), 6 de noviembre de 1956. Está recogido en el libro Ramos Sucre ante la crítica.

[7] Agrupación literaria que tuvo una importante actuación entre 1936 y 1941. Estuvo constituido inicialmente por poetas de distintas generaciones. Entre ellos estaban Angel Miguel Queremel (1899-1939), Luis Fernando Álvarez (1901-1952), Pablo Rojas Guardia (1909-1978), José Ramón Heredia (1900-1987) y Rafael Olivares Figueroa (1893-1972), que ya tenían cierta trayectoria, junto a jóvenes escritores como Vicente Gerbasi (1913-1992), Otto de Sola (1912-1975), Oscar Rojas Jiménez (1910-¿?) y Pascual Venegas Filardo (1911-¿?), que apenas comenzaban su actividad literaria.

[8] Sus principales miembros fueron: Adriano González León, Edmundo Aray, Carlos Contramaestre, Caupolicán Ovalles, Daniel González, Juan Calzadilla, Francisco Pérez Perdomo, Alberto Brandt, Rodolfo Izaguirre y Hugo Batista, entre otros.

[9] Metáforas descritas por Borges en su libro sobre las Antiguas literaturas germánicas. Una referencia anecdótica sobre el origen del nombre del grupo, donde se hace mención al libro de Borges, aparece en la entrevista que Carmen Díaz Orozco le hiciera a Contramaestre (DÍAZ OROZCO: 137-146).

 

[10] Cuya resonancia con el vallejiano “!Más valdría, en verdad,/que se lo coman todo y acabemos!” parece evidente.

[11] La cita interior corresponde a Edmundo Aray  (Prólogo a Dictado por la jauría, p. 4).

[12] Como parte del título de un poema del libro Una cáscara de cierto espesor (1985): “Haiku a propósito del bautizo de un libro de versos en Caracas” y en el poema “Los felices años sesenta” de Manual para inconformistas (2005). Ambos poemas son muy posteriores a la etapa de mayor beligerancia contra la ciudad, es decir, la comprendida entre Dictado por la jauría (1962) y Oh, Smog (1977). Etapa a la que se refieren tanto Silva como Barroeta.

[13] La cual comprende, además de Tácticas de vigía, los siguientes títulos: Una cáscara de cierto espesor (1985), Diario para una poesía mínima (1986), Agendario (1988), Aproximaciones a un decir siempre aplazado (1990), Grafismos (1991), Tema para el próximo silbido (1991), Curso corriente (1992), Minimales (1993), El fulgor y la oquedad (1994), Principios de urbanidad (1997), Corpolario (1999), Diario sin sujeto (1999), Notario al garete (2000), Aforemas (2004), Ecólogo de día feriado (2004), Lecciones de carpintería (2005), Libro de las poéticas (2006), Vela de armas (2007).

[14] Entre las cuales estarían, según Armando Silva: la marginalidad, el anonimato, la espontaneidad, las escenicidad, la precariedad, la velocidad y la fugacidad (31). Todos atributos a los cuales aspira la escritura de Calzadilla en esta etapa.

[15] Esta apreciación, hecha por Calzadilla Arreaza (VIII), Ezra Pound la expresa en estos términos: “you still charge words with meaning mainly in three ways, called phanopoeia, melopoeia, logopoeia. You use a word to throw a visual image on to the reader’s imagination, or you charge it by sound, or you use groups of words to do this” (37).

[16] Habría que recordar también que “la torre de los pájaros”, nombre de su segundo libro, no es más que una metáfora del árbol, otro de los elementos naturales con mayor carga lírica en esta poesía, de cuya simbolización se desprende también una clara oposición a los edificios citadinos, y a la vida de los ciudadanos en ellos.

Juan Calzadilla por Azalea Quiñones
Juan Calzadilla: invitación a un paisaje sin lugar, por Robinson Quintero Ossa
Publicado en Ante la crítica.

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