Foto: Rodolfo Pimentel
El taller de Juan
Ya había tenido yo la oportunidad, nutritiva y memorable, de recibir talleres de poesía dictados por talleristas de renombre.
Digo renombre, como quien dice carretera, o millas náuticas, o a cuántos kilómetros de profundidad se ubica un movimiento telúrico. Y digo tallerista diciendo maestro repostero, o director de orquesta, o partera de pueblo.
La experiencia (siempre) fue de trueque, de intercambio rico de ideas. Y dejó (siempre) sabores nuevos en la boca. Se abre la plétora sensible de las ciudades y sus gentes, y se disfruta cierta reubicación de uno mismo.
Pero, (casi) siempre, hubo que barajar, además, asuntos menos elevados y más competitivos como la asistencia por nómina, el resultado como trofeo, la búsqueda de técnica, la aplicación ultrosa de la teoría, o el acompañamiento vigía.
Y luego de varios (el renombre aun), se comienza medio inconscientemente a repetir fórmulas y a fotografiar momentos. A dejar que se escapen líquidas unas pepitas de atención como cuando se derrama mercurio.
Y ya habíamos tenido muchos de nosotros, desde el Gabinete de Cultura de Caracas, esa oportunidad cuando fuimos a un taller con Juan Calzadilla en 2015.
Entonces pasaron otras cosas.
Cosas internamante inéditas.
Entre nosotros, inadvertida pero sobriamente, repartimos nuestras propias miradas, pues con Juan el taller se convirtió en un ingenioso juego de espejos donde mi ojo era usufructuado por mi compañero, mientras yo veía lo que veía un tercero, o una quinta, o dos octavos. Y había que vaciar las mochila para llenarlas de colores inventados que luego miraríamos en las casas de cada quien, y sonreiríamos infantiles. Y ya no era para mostrar nada, ni para estar ahí, ni para ser explorador, ni para vivir. Era para aprender a soltar al otro mientras el otro aprendía a soltarte a ti, y mirarnos volteando las cabezas de cabellos abiertos al viento del vuelo.
Del taller de Juan, salimos pensando en la distribución de los sentidos según las dimensiones del mundo, y en la palabra como ente orgánico que se nos asemeja, y en nosotros como palabras, y en los mensajeros, y en los sueños, y en lo holístico, y en la atmósfera sin tiempo y sin espacio y sin atmósfera.
Ahora somos distintos que antes del taller de Juan, y exactamente iguales entre nosotros.
Pero, y debo decirlo en son de las entendederas, de ese taller, el de Juan Calzadilla, salimos con más hambre y sed que antes.
Que nunca.
Ya Juan cuenta 90.
Voy a dormir, para intentar imaginar un taller suyo, hoy.
Williams Vivas
Poeta, promotor de lectura
#Los90deCalzadilla