MANUEL ESPINOZA: PAISAJES RAIGALES
Juan Calzadilla
I
Abordar la pintura de Manuel Espinoza exclusivamente para comentar su obra reciente implica dejar por fuera la compleja labor de quien, aparte de ser uno de nuestros artistas plásticos más calificados, ha hecho notables contribuciones a la cultura venezolana como docente, teórico del arte, como museólogo, como estratega. Significa también dejar de mencionar, aunque sea brevemente, que Espinoza se formó en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas durante los difíciles y dramáticos años finales de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Esa institución pasaba entonces por un momento estelar que le permitía proporcionar a sus alumnos una educación exigente y cabal. De allí que, en su preparación como artista integral, en Manuel se combinaron la conciencia del creador de vanguardia y la voluntad del hombre comprometido con las causas progresistas. Ello explica también, dada la pasión con que asumió su papel de revolucionario, que Espinoza haya tomado partido, desde los inicios de su carrera, por un arte figurativo de esencia humanista que proponía una alternativa a la dura controversia que a fines de los años 50 mantenían los partidarios del realismo social frente a los pintores que hacían vida en los movimientos de arte abstracto y concreto. En aquella toma de posición estaban incursos también los pintores Luis Guevara Moreno, Jacobo Borges y Régulo Pérez, quienes, junto a Espinoza, integraban lo que se conoció como el movimiento de la Nueva figuración. Y es significativo el hecho de que estos artistas hayan rechazado adscribirse al arte puro, puesto que no concebían que pintar no involucrase en alguna medida el ejercicio de la crítica social y el compromiso político, al cual los pintores abstractos renunciaban con el mismo alegre desprendimiento que los llevaba a elogiar el progreso arquitectónico.
De ese clima polémico e intenso que se vivía en Caracas, tan alentador para las propuestas de arte y los manifiestos políticos, surgió en Manuel la convicción de que el artista plástico puede contribuir a transformar las formas de la cultura si fuera capaz también de poner en juego un pensamiento crítico, disposición para la investigación y disciplina austera. No es de extrañar entonces que, a lo largo de su carrera, que abarca más de cuatro décadas, Manuel haya compartido su enorme potencial creador con tareas consagradas a la transformación del sistema educativo y de la museografía nacional.
II
Las obras pictóricas de Manuel Espinoza que se reúnen en las salas de La Estancia con el título de Paisajes del gran mapa corresponden a la fase más reciente de su trabajo, es decir, a una etapa consagrada a realizar un paisajismo de nuevo tipo, a cuyo análisis nos abocaremos en este artículo. Pero no sin antes señalar, de paso, cuáles han sido las principales etapas en la trayectoria seguida por nuestro pintor:
- Manuel Espinoza se dio a conocer con una pintura de fuerte acento expresionista y temática humana, en la cual grafismo y color se fundían en una síntesis tensa y dinámica que parecía solicitar, con su revelación en un primer plano, grandes formatos. Toda la composición estaba soportada por un dibujo de trazado grueso, gestual y sincopado que acentuaba el contorno de las formas hasta desbordar materialmente el formato, atendiendo a un ritmo de crecimiento. Estábamos en los comienzos de una abstracción informal que luego se puso de moda en Caracas. Espinoza trabajó desde entonces a partir de referencias objetivas de la naturaleza y las cosas, lo que contribuyó a que mantuviera siempre un vínculo con la figuración, vínculo que reclamaba como cuestión de principio aceptar las contradicciones que se producían incesantemente en el campo del arte.
- El método compulsivo de Espinoza nos enfrenta luego, en la siguiente etapa, que se inicia en los años setenta, a una obra de mayor síntesis formal y espíritu intimista cuyos motivos el pintor encuentra en la observación de la naturaleza. El cambio se materializó a través de un registro orgánico de formas estilizadas inspiradas en el universo de la flora y la fauna, tales como partes de plantas, flores, insectos, llevadas a pinturas, dibujos y obra gráfica en donde los elementos del análisis se expanden, mediante el impulso gestual del trazo, hasta ocupar informalmente todo el campo visual de las obras. El dibujo guía al colorido y lo absorbe frontalmente, en primeros términos, para generar contrastes vibrantes y formas gestuales de gran rapidez, llamadas a exagerar la escala que hay entre el tamaño de flores e insectos estilizados y el plano del soporte, así como al empleo de formatos de buen tamaño.
III
Comprometido con una vocación telúrica que nunca puso en duda ni abandonó cuando le tocó transitar, en sus etapas anteriores, por un neoexpresionismo de signo figurativo, Espinoza inició desde 1984 una apertura de su lenguaje hacia zonas mágicas de la invención y recreación del paisaje nativo. Experiencia que comporta un desafío a la tradición. Puesto que lejos de partir del motivo observado o visto en fotografías, Espinoza recurre a la memoria imaginativa para enfatizar en el paisaje que pinta no una reproducción del motivo, sino el sentimiento del vínculo que lo une a la naturaleza, en un sentido general. De este modo, hace del tema un pretexto o recurso que le garantiza no esclavizarse a la representación, frente a la cual permanece libre. En otras palabras, el motivo es inherente al lenguaje con que se le ha dado forma como realidad autónoma en el cuadro.
En este mismo orden de ideas, Espinoza cuestiona los patrones en que se sustenta el éxito del paisaje de la Escuela de Caracas. Uno de ellos es la creencia de que el paisaje más verdadero es el que más se identifica con la observación directa del motivo.
A diferencia de los maestros del Círculo de Bellas Artes, Espinoza no trabaja al aire libre, no se guía por un boceto o apunte del natural para componer el cuadro. No necesita comprobar el efecto de la luz natural para determinar el tiempo representado, como hacía Pedro Ángel González. Por el contrario, construye su obra obedeciendo al impulso de las sensaciones que los sentidos activan durante el proceso de pintar el cuadro. Impresiones que al organizarse en el espacio van originando la sensación de realidad, del estado del tiempo, de la nocturnidad y la luminosidad del motivo, para hacer de la pintura un espacio reflexivo, una vitrina poética, un cuerpo plural donde se reconstituye el conocimiento y la vivencia del paisaje. Por otra parte, Espinoza suprime el punto de vista según el cual el campo espacial del cuadro tiene correspondencia con el punto de vista en que se situó el artista para pintarlo. Él introduce una perspectiva aérea, gracias a la cual el espacio aparece agrandado como si fuera visto desde arriba. El motivo está lo suficientemente alejado como para prescindir de los detalles, de forma tal que el interés del cuadro se desplaza hacia las tensiones internas que subyacen a la factura y que le proporcionan a ésta densidad y dramatismo. Espinoza prescinde del encuadre tradicional según el cual la línea de perspectiva pasa por el centro del campo espacial, dividiendo la obra en dos franjas iguales, una inferior, donde está la tierra, y otra superior, donde está el cielo. Finalmente, sube la línea de perspectiva hasta reducir considerablemente la franja del cielo y estrecharla sobre la linde donde aparecen los perfiles sombríos de los árboles, con lo cual reafirma la impresión de que el espacio es topológico y por lo tanto significa, no representa.
Y por último, el motivo no es necesariamente reconocible por cuanto el cuadro no está pintado del natural.
Manuel Espinoza. Paisaje. 2005. Óleo sobre tela 60 X 45 cm
Se podría pensar que al retomar el paisaje, Espinoza hace concesión a esa tradición naturalista con la que comenzó a familiarizarse, en sus tiempos de estudiante, con el profesor Rafael Ramón González mientras pintaban paisajes al aire libre en los alrededores de Caracas. Y no es así. Por el contrario, él retoma el paisajismo desde una perspectiva crítica, como hemos dicho arriba, con otro enfoque y otros conceptos de forma y espacio, eludiendo las rígidas reglas del pintor tradicional, aprendidas en la academia. Subordina el tema al impulso emocional que tiene por fin recrear la emoción de la experiencia vivida. Su interés principal pareciera residir en el proceso que termina haciendo del paisaje una metáfora de la naturaleza, antes que el símil de un lugar predeterminado. El resultado es un espacio imaginario en el que están sintetizados los datos sensibles que han servido al pintor para recrearlo.
Por otra parte, el paisaje en la obra de Manuel Espinoza tiene características muy peculiares que lo hacen temática y técnicamente diferente del que apreciamos en la obra de Vásquez Brito, Hernández Guerra, Adrián Pujol, Pedro Báez y otros pintores venezolanos que han tratado el tema desde enfoques muy disímiles entre sí. Pero también se aparta de la concepción meramente objetiva, visualista y bucólica de los pintores del Círculo de Bellas Artes. Al contrario del paisaje cultivado por éstos, el de Espinoza es un paisaje monotemático, en el sentido de que el ámbito de sus representaciones está deliberadamente reducido a una región muy específica de la geografía venezolana: el área de la cuenca hidrográfica que atraviesa el río Unare y de las explanadas y vegas aledañas a Clarines, ciudad donde el pintor reside desde hace unas dos décadas. La diversidad de este paisaje se extiende de obra en obra como si se tratara de un espacio topológico en donde cada cuadro constituye una parte o fragmento de la memoria de un paisaje matriz general, embellecido.
Paisaje, en fin, vario y dilatado, que hubiera pasado inadvertido a la mirada de nuestros pintores si no hubiese sido porque Espinoza, sustanciándolo, lo descubrió en su obra para incorporarlo a la historia natural de la pintura venezolana. Aquí, en este paisaje oriental, bajo la mirada acuciosa del pintor, sale a relucir el valle con sus planicies y mesetas, sus potreros, vegas y terrenos baldíos o cubiertos de maleza, de pasto para el ganado o de cultivos frutales, extendiéndose a lo largo y ancho de las dos márgenes del impetuoso Unare. Las parcelas en forma de rectángulos portan infinita variedad de verdes y grises durante la estación lluviosa y se alargan hasta confundirse con la linde donde crecen frondosos habillos, samanes, apamates, pericocos, bucares, cujíes. De tramo en tramo, la tierra erosionada exhibe sus heridas de barro. Todo este paisaje convive con un frágil sistema ecológico donde se alternan, a lo largo del año, el esplendor del verde infinito de las cementeras y el rojo rabioso de las candelas.
Paisaje raigal con el que se asocia sentimentalmente el hecho de que fue en este paraje natural, o en sus inmediaciones, donde transcurrió la infancia y adolescencia del pintor nacido en la cercana población de Guaribe, en 1937, en la parte sur de la cuenca del río Unare.
Paisaje 106. 1989. 97 X 147 cm. Oleo sobre tela
Tres son los temas o series a que circunscribe Espinoza el tratamiento del paisaje en las obras de esta exposición:
- Paisajes monocromos, en los cuales prevalece la atmósfera que se desprende de la iluminación pareja de la composición por efecto de una tonalidad uniformemente distribuida por todo el campo visual, e indicativa de la hora en que está observado el motivo.
- Paisajes policromos, en donde la armonía de colores resulta de una simulación de la observación a pleno sol del motivo pintado.
3. Paisajes nocturnos, con los cuales Espinoza rinde homenaje al maestro Pedro Zerpa. Las obras están sustraídas a la observación del motivo para significar en función de la intensidad del sentimiento poético con que se traduce la experiencia para hacer del cuadro una realidad autónoma.