Antonio Herrera Toro, por Juan Calzadilla

ANTONIO HERRERA TORO

Juan Calzadilla

 Antonio Herrera Toro nació en Valencia (Venezuela), el 16 de enero de 1857. Por el lado materno era sobrino del Marqués del Toro, y su padre, el abogado Juan José Herrera oriundo de San Carlos y descendiente a su vez de ilustre familia, había tenido destacada participación en la administración pública y la política nacional. Antonio el pintor fue el tercero de seis hijos habidos en el matrimonio con Teresa Rodríguez del Toro. Sus hermanos se llamaron: Juan José, Concepción, Diego, Teresa y Manuel.

La Guerra Federal condujo al país a la ruina económica y ello, unido a la persecución política fue en mucho la causa de que el patrimonio de los Herrera Toro viniera en mengua. El abogado Juan José, en consecuencia, decidió trasladarse con su familia a Caracas, donde se instaló a mediados de 1867. La muerte lo sorprendió tres años más tarde, sin que hubiese mejorado su suerte, a los sesenta y nueve años de edad. Su viuda asumió con decisión la tarea de dar a los hijos una educación exigente.

Desde su llegada a Caracas, Antonio Herrera Toro dio muestras de un talento precoz. Inscrito en uno de los mejores institutos educacionales de la ciudad, el colegio La Viñeta, del sabio alemán Adolfo Ernst, pronto asombró a sus profesores por la facilidad con que dibujaba del natural. Iguales aptitudes mostró para las Matemáticas y la composición literaria. Una vez obtenido el bachillerato con notas sobresalientes, pasó a la Universidad Central, dispuesto a seguir una carrera científica, a cuyo fin fue alentado por su madre, e hizo los dos primeros años en la carrera de Matemáticas. En el tiempo libre, después de 1870, empezó a asistir a la academia de dibujo y pintura que funcionaba adscrita a la Diputación provincial en los altos de la Universidad Central. Aquí recibiría lecciones de dibujo de  José Manuel Maucó y Martín Tovar y Tovar. Luego de que último se marchara  a Francia  continuó, Herrera Toro  frecuentó hacia 1872 el taller del hábil maestro español  Miguel Navarro  y Cañizares, con quien alcanzó rápidos progresos en el retrato.  Por esta época  pintó  su primera obra conocida, retrato de muchacha leyendo.   Impulsado por los que le aconsejaban dedicarse a la pintura, Herrera Toro abandonó los estudios de Matemáticas luego de haber concluido el bienio de la carrera, en 1873.

 

Estudios en París e Italia, a la zaga de Tovar  y Tovar

El asombroso y mezquino panorama político de los años anteriores parece cambiar con el ascenso al poder, en 1870,  de Antonio Guzmán Blanco, cuyas dotes de jefe militar no va a entrar el país en una etapa de transformación social, de reformas administrativas y cambios culturales que de modo imprevisto otorgarán gran significación histórica a la arquitectura y la pintura. En caracas opera un rápido a  adoptar las últimas modas de París. La ciudad se transforma arquitectónicamente y se requiere, dentro de una política que apoya el surgimiento de valores nacionales, de la presencia del pintor, el escultor y el decorador para la ejecución de obras más ambiciosas. Los pintores van a beneficiarse de la situación. La década del 70 prepara el advenimiento del más brillante período artístico de nuestra historia. Por estos años, Tovar llega a la plenitud de su carrera y bajo su ejemplo se levantarán Herrera Toro, Michelena y Cristóbal Rojas quienes completan con aquél, la pléyade  de pintores venezolanos más notables de fines del último tercio del siglo XIX.

Tovar tenía su estudio en los altos del Taller de fotografía que, en compañía de don Antonio Salas, había establecido en la esquina de Principal. Allí de tarde en tarde, solían reunirse, en amena tertulia, destacadas personalidades de la política y las letras, departiéndose amigablemente sobre toda clase de temas. Uno de aquellos contertulios era Guzmán Blanco, quien aun después de convertirse en primer mandatario no perdió la costumbre de acercarse, de vez en cuando, al taller de Tovar, en donde podía darse cuenta de los progresos que nuestro pintor  realizaba en el difícil arte del retrato. No tardaría el gobernante en hacerle el pedido de un grupo de imágenes de los héroes de nuestra Independencia, con destino a la Galería del Palacio Federal, cuya construcción estaba en el proyecto. Seguramente le habló Tovar de su brillante alumno de la Academia Antonio Herrera Toro, abogando a favor de éste para que el Gobierno le concediese una pensión de estudio.

Y en efecto, en 1875 ya egresado de la Academia, se le asignó a Herrera la beca para que estudiase en academias en Europa. Partió este mismo año el pintor hacía París, en donde se encontraba Tovar desde 1874, atendiendo a la ejecución de los retratos heroicos que le había encargado Guzmán Blanco.

 

En París  

La lealtad de Herrera Toro  a Tovar permanece inquebrantable, a lo largo de los años. El alumno de Caracas sigue siéndolo también en París, y así vemos que  nuestro pintor, mientras le sirve le sirve en calidad de ayudante ayudante, aprovecha el tiempo para seguir oyendo los consejos de Tovar,  con Tovar, y depurando, por el ejemplo de éste,  su técnica del retrato. Entretanto, en los ratos libres, ambos pintores se dedicaban a visitar los museos y cambiar impresiones  sobre las obras expuestas en el  Salón Oficial, en el que ambos pintores lograron exponer sus obras.  a tiempo que permanecen enterados de los últimos acontecimientos de la vida artística.

Escasos testimonios existen sobre la permanencia de Herrera en París. Casi todos sus comentaristas están de acuerdo en señalar que la escuela realista francesa ejerció escasa o ninguna influencia en su formación. “Es en la escuela italiana del siglo pasado –escribió Orlando Albornoz- donde encontramos elementos técnicos que van a caracterizar la pintura de Herrera“. Sin embargo, obras como La caridad o La muerte de Bolívar desmienten tal afirmación, puesto que en éstas y otras pinturas de Herrera Toro puede apreciarse el mismo grado de influencia del realismo académico que informa a la obra francesa de Rojas o Michelena. Valdría mejor decir que Herrera es un pintor de formación ecléctica, que toma los elementos de su estilo en el aprendizaje de escuela y pintores de diferente épocas y nacionalidades, tan pronto siguiendo la orientación de sus maestros, tan pronto estudiando directamente, en copias y apuntes a los antiguos maestros. No puede argüirse, por lo tanto, que los componentes de su manera sean más italianos que franceses. Herrera permaneció, por otra parte, tres años en París, mientras que en Italia solo estuvo durante dos, los últimos de su permanencia europea, cuando ya se encontraba técnicamente formado. Aparte de su trabajo como ayudante de Tovar, pocas obras ha realizado Herrera en París. Se sabe que en 1877 Guzmán Blanco le hizo el encargo de una pintura de carácter alegórico, pero ignoramos cual puede ser, entre las que conservamos, esa obra.

De 1878 es el retrato de Tovar y Tovar que hoy se encuentra en la Galería de Arte Nacional y el cual recibiera el elogio de la crítica cuando fuera exhibido en la exposición del Palacio de las Industrias en París. Se trata de la primera obra importante de Herrera, que compite en austeridad con la primera retratista de Tovar, cuya influencia  es palpable en rasgos como el modelo del rostro, el fino empaste, la firmeza de líneas del modelo.

 

Éxitos en Italia

Al parecer, Herrera no se encontraba a gusto en Francia y, tras haber pasado varias temporadas en Italia, deseoso de continuar su estudio de los clásicos, que había comenzado con sus primeras visitas al Louvre, se traslado a Roma, a fines de 1878. Impresionado por la obra de Miguel Ángel, se limita a ver, a visitar sitios antiguos. Ha meditado largamente sobre el retrato de Inocencio X de Velásquez. Rafael y Caravaggio, sobre todo, hacen volver su atención hacia los problemas del claroscuro. Pinta poco, realiza algunas copias sobre obras de Miguel Ángel. Poco a poco se va introduciendo en el círculo de jóvenes pintores realistas. Por entonces asistía a una academia en donde recibía clases del escultor Fustino Maccari y del pintor Santoro. Éste último, apenas un poco mayor que Herrera, será también su mejor amigo. Se conservan en la casa de los herederos de Herrera algunas obras de Santoro que éste le obsequiara a nuestro pintor, entre ellas un retrato que le hizo a Herrera en 1879, testimonio excelente de esta amistad, si bien puede comprobarse que el maestro no superaba a su alumno como pintor. Más convincentes, más vigorosos, los primeros autorretratos que Herrera hizo en Italia, en 1880, denotan una personalidad decidida e indagadora, un temperamento latinoamericano; se trata de dos pequeñas obras de resuelto empaste, que se encuentran en la Galería de Arte Nacional y en las que la fisonomía del artista corresponde a dos estados de ánimo muy diferente. Uno es un estudio psicológico donde la expresión es fieramente agresiva, el gesto algo romántico y desaliñado, como la de un revolucionario de aquellos tiempos, la otra obra nos da una imagen más melancólica y serena, tal vez más verídica, de Herrera; el colorido, más atemperado que en el primero, se ajusta al efecto buscado.

En Roma puede, además, participar en la vida artística. Es aceptado en el Círculo Internacional de Bellas Artes y expone sus obras, gracias a lo cual obtiene un Diploma. Para completar su educación, siguiendo una tendencia natural estudia decoración mural, mientras realiza grandes progresos en la técnica del retrato.

 

Obras religiosas para la Catedral

Mediaba el año 1879, cuando circunstancias no bien conocidas determinaron su regreso a Caracas. Tenía el pintor la intención de quedarse, pues llegó a instalar su propio taller en la esquina del Coliseo, donde recibía a algunos alumnos. Sin embargo, su viaje se abrevió ante el oportuno encargo que monseñor Antonio José Ponte le hiciera de ejecutar una pintura para el Presbiterio de la Catedral de Caracas. La Asunción de la Virgen constituye su primer trabajo de decoración importante y es una de sus mejores obras de género religioso. Su realización revela que Herrera conocía muy bien la obra de los pintores religiosos españoles, en especial de Murillo; pero es también una pintura que entronca con la tradición de nuestros imagineros del siglo XVIII. No hay que olvidar que Herrera (como también Tovar y después Michelena) comenzó su carrera realizando obras religiosas, cuando todavía era alumno de la Academia. Juzgó Herrera que era mejor trasladarse a Roma para realizar este encargo, y de allí regresó en 1881 con los bocetos. En la obra definitiva podemos apreciar que el pintor ha intentado introducir un novedoso planteamiento de perspectiva, disponiendo las figuras de tal modo, que den la impresión de que profundizan la tela, no de abajo a arriba, sino desde un plano central hacia el fondo, y el conjunto de las figuras se aprecia de manera que los pies de los ángeles están en primeros términos, mientras que la figura de la Virgen está ligeramente inclinada con respecto a un eje vertical que parte del centro de la tela. Herrera no consigue el efecto buscado, debido quizás a no haber tomado en cuenta la escala en que debía proyectar la obra, por la gran altura que hay entre el piso y el plafón del altar mayor, donde se encuentra instalada.

La diversidad de conocimientos que ha adquirido Herrera hace de éste un artista en extremo versátil, provisto de grandes recursos y de un excelente oficio que le permite adaptarse a las más difíciles exigencias, en cualquier tema. Las más variadas escuelas de la pintura europea le han suministrado las fuentes de su aprendizaje. Si en algún momento le ha interesado Velázquez para el retrato, o Zurbarán para las figuras, en igual medida se acerca al espíritu intimista y anecdótico de los pequeños maestros holandeses y flamencos, como puede apreciarse en una sentida interpretación realista, El Taller, que constituye un alarde de oficio en la representación pormenorizada del complicado inventario de objetos que se encuentran distribuidos en el gabinete del pintor; la nota traviesa del niño borroneando el cuadro que está en el caballete y la anécdota, trajinada y trivial, de la lectura de la carta, son detalles que pasamos por alto para admirar la precisión con que está conseguida, a través de una justa ubicación de valores, la atmósfera, espacial del cuadro. Lamentablemente, con en otros casos de pinturas de Herrera, se trata de ejercicios de estilo, de demostraciones aisladas dentro de una producción que a la larga es muy desigual.

No carecía Herrera de talento para la pintura histórica, si bien no tenía la imaginación ni la claridad compositiva de un Tovar. Legítimo heredero de éste, fue su continuador y su alumno. Pero no poseyó Herrera el estímulo que le brindara a Tovar un mecenas tan ambicioso como Guzmán Blanco. A las obras históricas de Herrera, espaciadas a lo largo de toda su carrera, fáltales el ímpetu épico que le prestó a las de Tovar, el desmedido entusiasmo que tuvo su época por la historia romántica.

 

Su joven alumno y ayudante Cristóbal Rojas

De 1880, mientras trabajaba en el encargo para la Catedral de Caracas son, como lo hemos dicho, algunos de sus mejores retratos. De regreso a Caracas y satisfecho monseñor Ponte con los bocetos que había traído de Italia, en 1881 Herrera continúa trabajando para la Catedral, ahora en la realización de otras pinturas: La Fe, La Esperanza y La Caridad.

Ayudante de Herrera Toro en este trabajo ha sido el joven pintor Cristóbal Rojas, a quien a despecho de ser de su misma edad recibe de aquél consejos y lecciones que le van a ser de gran utilidad. Sobre todo cuando Rojas le comunica su intención de enviar al Salón del Centenario de Bolívar un cuadro de tema histórico que representará la  muerte de Girardot en Bárbula. La factura amplia y luminosa de este cuadro, cuyas figuras son algo rígidas y convencionales, se anticipa en cierto modo al movimiento de masas y al acento romántico de las obras realizadas por Tovar y Herrera algunos años después.

Muy viva debió estar en la mente de Herrera la lección de los tenebristas y realistas: Caravaggio, Ribera, Zurbarán; ello se manifiesta en sus pocas pinturas de género. La composición a la que da término hacia 1883, mientras concluía los trabajos para la Catedral, participa de este carácter atmosférico que vivimos en El Taller. Se trata de un cuadro histórico, La Muerte del Libertador, con el cual  concurrirá al Salón del Centenario. Herrera, al modo de Tovar, siguió fielmente la crónica histórica. Rodean a Bolívar en su lecho de muerte: Mariano Montilla, José M. Carreño, Laurencio Silva, Joaquín de Mier, Miguel Ujueta, Andrés Ibarra, el doctor Reverend, José Palacios, el mayordomo del Libertador y el cura de la aldea de Mamatoco. Poca estimación tenía la crítica por esta obra “La rigidez de las figuras –dijo Julio Calcaño-, el abuso de las rectas, es lo que principalmente perjudica el aspecto pictórico de la obra”. El tema no era, por cierto, el más indicado para participar en la conmemoración del Centenario de Bolívar, que debía tener más que todo un carácter exegético. Herrera envió este cuadro al Salón del Centenario, donde la atracción la constituía una obra de Tovar, La Firma del Acta de Independencia, y obtuvo allí un segundo premio, compartido con Rojas y Michelena. Este mismo año, Herrera fue nombrado catedrático de Dibujo Lineal en la Universidad de Caracas. Comienza así su larga carrera docente.

 

Ricaurte en San Mateo (1883-1889)

 

Último viaje: Perú

En 1884, Tovar había firmado un contrato con el Gobierno de Guzmán Blanco para la ejecución de seis grandes lienzos destinados al Palacio Federal. Deseoso de servirse lo mejor posible del escenario real, como fondo de sus cuadros, Tovar procedió a hacer estudios directos del natural, sobre la llanura de Carabobo; hecho esto con la idea de hacer una tela de ambiciosas soluciones; con el tema de la batalla de Carabobo marchóse Tovar a París, dejando a Herrera Toro el encargo de trasladarse al Perú para que, a su vez, se ocupase de lo correspondiente al escenario de las batallas de Junín y Ayacucho.

Al parecer, no estuvo lejos Herrera de cumplir a cabalidad su encargo, pues se conoce un boceto de la batalla de Ayacucho para el cual debió basarse Tovar en los apuntes suministrados por Herrera. Fue éste fiel a la exigencia y aún al estilo del maestro, y así, cuando realizó el cuadro de la Batalla de Ayacucho, que hoy se encuentra en el Salón Elíptico, procuró ceñirse, salvo en algunos detalles y cambio de colocación de los personajes, al boceto de Tovar. Es cierto que la composición de Ayacucho es más estática que las obras del mismo género pintadas por Tovar; el paisaje es dominante y las figuras son pequeñas en proporción a las de Carabobo o Boyacá, faltando en toda la escena el movimiento que gustaba a Tovar. Es cierto, por otra parte, como lo observó Enrique Planchart, que la luz de las altiplanicies peruanas no es la misma que se ha conseguido en los cuadros de Junín y Ayacucho, sin embargo hay aciertos  en la Batalla de Ayacucho y son del mayor interés los primero planos del cuadro, de fuertes acentos de ocres y tierras, que contrastan con el amanerado tratamiento de las figuras centrales. Después de cumplida su comisión en el Perú, Herrera se radicó definitivamente en Caracas y no volvió a salir del país. Ya instalado, se consagró preferentemente al retrato, en tanto aceptaba un cargo en la administración pública, pudiendo también dedicarse a la realización de algunos viejos proyectos. El más ambicioso de éstos fue quizá su óleo La Caridad, que le había encargado la Iglesia y que hoy se encuentra instalado en la Catedral de Caracas, después de haber estado mucho tiempo en el Palacio Arzobispal. Es un lienzo de grandes proporciones, concluido en 1886, y que, coincidencialmente, se relaciona con las búsquedas que, por los mismos años, hacían en París, Rojas y Michelena. La Caridad, de Michelena, es de 1887, y La Miseria, de Rojas, de 1886; Herrera no estaba en conocimiento de estas obras; y viviendo en Caracas no podía sospechar que cierto tipo de realismo social, dentro del cual trabajaban Rojas y Michelena, estaba de actualidad en Francia es decir, en el Salón de los Artistas Franceses, para el cual pintaban aquellos dos artistas.

La Caridad es una excelente obra, y prueba de ello es que el artista la seleccionó en 1894, para enviarla al concurso de Chicago. Es verdad que en la escena hay un exceso de objetos detallados e iluminados en un ambiente de claroscuro, con gran realismo, pero éstos no nos hacen olvidar del patético tema, sobre el cual el artista, al igual que Rojas, quiere llamar la atención. No existe aquí, sin embargo, un principio de subordinación central, y en esto reside la principal falla del cuadro; la unidad composicional no es cerrada, sino que las diferentes partes de la tela están tratadas independientemente, con el mismo interés. La iluminación artificial es casi pareja. Tal disposición contribuye a atenuar lo que pudiera haber de declamatorio en la dramática escena. El domino de los valores, en tanto, permite lograr sin mucho esfuerzo, dentro de una gama sombría, una pintura de gran profundidad espacial, y el artista resuelve un difícil problema de composición cuando elige una distribución en la que la figura de la moribunda está vista horizontalmente desde el fondo de la habitación con los pies en primeros términos, en la posición del Cristo Muerto de Mantegna. A un lado, destaca la escueta y bien plantada figura del religioso, en el momento en que éste suministra la extremaunción.

No sería del todo inexacto decir que Herrera estaba particularmente dotado para este tipo de pintura de género, cuyo origen se remonta a las escuelas europeas y que fuera actualizado por el siglo XIX francés, después de la aparición de Courbet. Si Rojas y Herrera no perseverarán en este género realista era porque históricamente tal estilo no encontraba en Venezuela condiciones que lo justificaran De allí que ensayos como La Caridad quedan aislados dentro de la pintura venezolana y aún también dentro de la trayectoria misma de Herrera, como ejemplos muy instructivos de sus capacidades y no de obra lograda.

 

Un pintor muy culto

 La variedad de conocimientos y aptitudes que demostraba Herrera Toro hacen de él el pintor venezolano más culto del siglo XIX. Sus aptitudes, según veremos, no se limitan tan sólo a la actividad pictórica. Amigo de poetas y escritores, practicó, por momentos, la literatura. Fue periodista y conocía el trabajo de tipografía. Fundó un periódico humorístico de corta duración, “El Granuja”, del que él mismo fue dibujante y caricaturista. Se desempeñó con acierto en la litografía, es decir, en el grabado en piedra, y fue catedrático de dibujo lineal en la Universidad Central. Como aficionado a la crítica de arte, publicó notas y artículos sobre diversos tópicos. El propio Herrera se definió mejor en este poema:

Todo lo ensayo y lo pruebo;lucho con brío y ardor,hasta que el éxito dice

qué errado en la senda voy. Por eso empuño mi mano en constante oscilación

ora el pincel del artista, la pluma del escritor.

La piedra de Senefelder, la cámara de Talbot, las prensas de Gutenberg,

tantas cosas, ¡qué sé yo!

Lógicamente, tan variadas disposiciones debían exponerlo al riesgo de una dispersión de su talento, en perjuicio de su vocación pictórica, que era la más arraigada en él y por la cual ha pasado a nuestra historia. Algunos críticos no dejan de reprocharle a Herrera el hecho de que, con sus grandes dotes, haya podido consagrarle tanto tiempo a tareas burocráticas improductivas, que le restaron continuidad a su obra.

 

La pintura histórica

Quizá fueron los primeros años en Caracas, después de su regreso de Italia, entre 1881 y 1890, los más afortunados en la trayectoria de Herrera. A esas obras de mayor aliento, como La Caridad y La Muerte de Bolívar, siguió un lienzo cuya idea ha debido venirle a Herrera a raíz de los triunfos de Tovar y de Michelena en el género histórico. La Batalla de Carabobo fue concluida en 1887, Carlota Corday, de Michelena, data de 1889. Herrera Toro debió tener en cuenta estas obras cuando concibió el proyecto de un lienzo del mismo carácter dramático de Carlota Corday, pero basado en un acontecimiento nacional, como es La Muerte de Ricaurte en San Mateo; en principio, su intención debió ser ejecutar un lienzo de grandes dimensiones, pero cuyo resultado es esa mediana tela que no es propiamente un boceto y que se encuentra en el Museo de Bellas Artes. Es, sin embargo, una de esas obras de elocuente eficacia narrativa que tienen también  interés desde el punto de vista plástico, y se trata de uno de los mejores logros de Herrera, a despecho de su tema. La inventiva para componer el espacio es más acusada aquí que en cualquiera de las obras más audaces de Michelena o Tovar; y resulta muy original el problema de composición, en el que se hace destacar en primer plano, a conatraluz, la figura del héroe. La escena está resuelta verticalmente, por planos muy definidos, desde la oscuridad del salón, en cuyo ámbito queda envuelto el espectador, hasta el iluminado patio en el que, casi abocetados, se mueven los soldados, y el límpido cielo tropical que brilla en los tejados serena, progresión de los símbolos de liberación representados en el sacrificio del mártir y que concentran su mayor dramatismo en la tensión interior del primer plano y en el gesto con el cual Ricaurte, desafiante, casi teatral, enfrentándose a los enemigos, se apresta a dar fuego a la pólvora con la culata de fusil que le sirve de improvisado tizón. A diferencia de La Caridad, no hay aquí detalles superfluos, a no ser la convencional inclusión de la bandera, mientras que los contrastes de luz y sombra, muy acentuados, invocan la atmósfera del dramático episodio (pág. 573).

El retratista

 Como retratista, Herrera Toro ocupa lugar muy destacado en la pintura venezolana. Es en este género donde su obra alcanza mucho más definidos contornos y mayor unidad y coherencia. Donde se muestra; en tanto que pintor, más exigente de sí mismo.

Correcto dibujante, su cuidadosa factura y una justa noción en el empleo equilibrado de los valores, así como su formación clásica y su desprecio de lo accidental o anecdótico, lo llevan a ejecutar algunos de los mejores retratos de nuestro siglo XIX. Continuando la línea de Tovar, puede decirse que supera a éste en su voluntad de evitar fáciles concesiones, como las que se derivan de la imitación del parecido fotográfico cosa en la cual cayó con mucha frecuencia Tovar. La paleta de Herrera es sensual, pastosa, pero la ejecución sobria y desprovista de detalles, concentrada en la expresión de la imagen y sin recargar los fondos con objetos o descripciones innecesarias, utilizando las tonalidades sombrías de la paleta del taller, mientras modela el rostro y las manos para acusar ciertas notas realistas que contribuyen a una mayor caracterización del modelo. Sus autorretratos constituyen buenos ejemplos de su vigoroso trabajo de la juventud; mientras que, algo más convencional, el autorretrato de 1895, acaso algo duro y seco de línea y de composición, caracteriza su técnica de la época madura, a base de un tratamiento más fotográfico, con grises, ocres y blancos pero el empaste siempre es rico de materia. El interés se reparte igualmente en toda la figura y no únicamente en el rostro  (pág. 562).

Más logrado es el Retrato de Mujer, que también se encuentra en el Museo de Bellas Artes; aquí la materia es más sensual y el rostro y las manos están prácticamente construidos, más que modelados, obteniéndose una armonía elegante, a base de grises profundos y todos cálidos de las carnes, y una factura expresionista de efecto muy movido. Pero tal vez uno de sus mejores retratos es el de su propia madre, que data de fines de siglo. Más que de un retrato puede decirse que se trata de un interior, donde la atmósfera, poéticamente resuelta a base de finas transparencias, aporta una nota de intimismo grave en ese ambiente en el que la anciana mujer, sentada en la mecedora, frente a la ventana, parece vislumbrar los recuerdos en la hermosa claridad que viene de la calle.

De acuerdo con una lista de retratos catalogados por un familiar del pintor, se estima que Herrera Toro ha debido pintar aproximadamente unos cien trabajos, entre encargos y retratos familiares.

 

Las decoraciones

El retrato del doctor Felipe Larrazábal lo hizo en 1891. Al año siguiente, Herrera fue nombrado Director de Edificios y Ornato de Poblaciones. Coyuntura muy favorable, puesto que el nuevo cargo –antes el pintor había sido Director de la Imprenta Nacional-, le permite hacer valer sus conocimientos de artista y decorador, pudiendo incluso instruir sobre la conveniencia y la mejor forma de conservar obras arquitectónicas de importancia histórica. Esto pudo llevarlo a Valencia (como también algunos asuntos familiares), en donde el Gobierno terminaba de construir el Teatro Municipal, decretado en 1887, bajo la presidencia del general Hermógenes López.

Diéronle a Herrera el encargo de realizar la decoración de dicho teatro, para el cual pintó la alegoría que se encuentra en el plafón de la sala. En círculo, alrededor de un ornamento central, pintó los retratos de músicos y dramaturgos célebres: Beethoven, Rossini, Shakespeare, Meyerbeer, Racine, Moliére, Calderón, Schubert: la disposición del conjunto es geométrica y las figuras están pintadas directamente en el plafón, con colores muy vivos. Al contrario de lo que suponen algunos comentaristas de la obra de Herrera, se trata de un excelente trabajo de decoración, que interpreta el espacio y se adecúa, en proporciones y escala, a la estructura interna del edificio y aún al estilo arquitectónico.

Casi al mismo tiempo mientras personalmente daba fin a este encargo, Herrera estaba ocupado en pintar para la catedral de Valencia varias obras: La Asunción del Señor, que se encuentra en buen estado, de estilo mural, reitera la manera colonial que ha empleado en su pintura para el altar mayor de la Catedral de Caracas. La de Valencia puede ser una obra mejor lograda, si bien la escala, dada la altura de la iglesia, no parece ser proporcionada a una buena visualización. Hay otros dos lienzos en la Catedral de Valencia, La Última Cena y Jesús entrando en Jerusalén, cuyo deplorable estado de conservación los vuelve casi irreconocibles.

De regreso a Caracas, el mismo año, emprende otras obras de carácter religioso. Esta vez para la Iglesia de Altagracia, en Caracas, en la cual pintó el Bautizo del Salvador, obra un tanto pobre y convencional. En el mismo sitio, es decir en el Baptisterio, se encuentra La Inmaculada Concepción, en la que desarrolla con algunas variantes este motivo tan frecuente en la pintura colonial. Ambas obras han sido desvalorizadas a causa de mediocres trabajos de decoración que fueron hechos en el interior de la iglesia, posteriormente. Es posible que para esta misma iglesia realizó Herrera un cuadro de ánimas que actualmente se encuentra en la iglesia de Altagracia de Orituco, cuadro no desprovisto de algunos detalles de fina ejecución, y al cual ha debido referirse don Julio Calcaño cuando describía un cuadro de igual tema y características que se hallaba colocado a la entrada de la iglesia de Altagracia, en Caracas.

Un premio en Chicago

En 1894, Herrera Toro fue invitado, junto con Michelena, a participar en la Exposición Mundial de Chicago, que constaba de un concurso de pintura. Envió el pintor una obra anterior, La Caridad, y seleccionó otras dos de ejecución reciente para integrar su envío: La Gota de Rocío, y Después del Baño. A fines del mismo año recibió una notificación del Ministerio de Relaciones Exteriores, participándole que había obtenido una mención honorífica por La Caridad. Diferente en tema y técnica es La Gota de Rocío, que pertenece al Museo de Bellas Artes, obra de estilo manierista y decadente, muy elogiada por la crítica de entonces. Del mismo gusto y cursi tema puede decirse que es el cuadro Después del Baño, que representa a dos niños que toman el sol después de haber recibido el baño.

Con frecuencia se hacían en Caracas, en aquella época, exposiciones de pintura y veladas artístico-literarias donde participaban poetas, literatos, actores y pintores invitados a develar ante el público alguna de sus obras. El Ministerio de Instrucción patrocinaba anualmente un salón de pintura, con motivo del fin de curso en la Academia de Bellas Artes. La Universidad Central patrocinó también algunas exposiciones. Herrera Toro figuraba en casi todos los Jurados que debían otorgar premios de pintura. Ocasionalmente el Gobierno, con motivo de alguna celebración especial, organizaba exposiciones donde se reunían las obras de los artistas más importantes de la época. En estas actividades participaban Tovar, Herrera Toro, Michelena, Maury. Siempre que había una fecha memorable se llamaba a los pintores. En 1895, por ejemplo, en ocasión del Centenario del Natalicio de Sucre, se efectuaron varios actos. Herrera, Tovar y Maury fueron encargados de organizar una exhibición de pinturas. Y al año siguiente, cuando se le tributó un homenaje al prócer Francisco de Miranda, fue abierta en el Palacio Federal una nueva exposición; Herrera presentó allí tres retratos: Arístides Rojas, Carlos Zuloaga y el Autorretrato de 1895, al que ya nos hemos referido.

Pero la obra que Michelena pintaba sobre el tema de la prisión de Miranda no estuvo lista para el homenaje. Entonces, en la cúspide de la fama, Michelena fue objeto, al año siguiente, de un delirante homenaje público, como jamás se le había rendido en Caracas a un artista. Fue esta la oportunidad en que el laureado joven pintor mostró Miranda en la Carraca y Pentesilea, que produjeron una interminable ovación.

Herrera Toro, que sentía una gran admiración por Michelena, subió en esa oportunidad al escenario para leer un poema que comienza con estos versos

Ya que con frescos laureles

de la tierra americana

premia Venezuela ufana

la magia de tus pinceles:

ya que con mano atrevida

digna de española escuela

aprisionas en la tela

el movimiento y la vida…

 

No faltaron, en medo de esas efusiones sentimentales, los encargos de retratos y obras decorativas para los cuales Herrera estaba –a despecho de sus múltiples ocupaciones-, siempre dispuesto. Y así, recibió de Joaquín Crespo el encargo de ejecutar varias decoraciones para el Palacio de Miraflores y para la residencia presidencial, la quinta Santa Inés, en Caño Amarillo, donde estuvo la Cartografía Nacional, y que luego fuera demolida.

En 1897, encontrándose a la sazón muy enfermo Tovar y Tovar, el cuadro La Batalla de Junín se desprendió del techo del Salón Elíptico, donde había sido colocado. Cuéntase que, tras comunicársele la noticia, Tovar se negó a ser trasladado al Palacio Federal para constatar el daño sufrido por el cuadro. El Gobierno comisionó entonces a Herrera Toro para que lo restaurara, y así lo hizo. Restauró también el cuadro de Boyacá, que se encontraba en muy mal estado. Mientras realizaba este trabajo recibió la encomienda de dar término al lienzo de la Batalla de Ayacucho, del que Tovar había dejado un boceto y que figuraba entre las seis pinturas murales que le había contratado el Gobierno en 1884.

 

Nuevos tiempos

En 1898  falleció Michelena, acontecimiento que conmovió a Caracas. Martín Tovar y Tovar murió en 1902, en forma casi inadvertida, pues en esos momentos los navíos de las potencias europeas mantenían el bloqueo de las costas venezolanas y la atención nacional estaba fija en los acontecimientos políticos. Cristóbal Rojas había desaparecido tempranamente, en 1890. Sólo Herrera Toro sobrevivía para detentar, en lugar de aquéllos, el título de pintor oficial.

Finalizando el siglo, triunfó la revuelta que llevó a Cipriano Castro al poder. El proteccionismo oficial que desde los tiempos de Guzmán Blanco venía favoreciendo a las artes, en medio de veladas, exposiciones y apoteosis públicas, que dieron a la década del ’90 un encanto romántico, pareció bruscamente liquidado con el ascenso al Gobierno de un grupo de rudos e incultos caudillos andinos. La edad de oro de la pintura, que coincidía con el auge del academicismo, había concluido, Michelena dejó un gran vacío. Siguieron años oscuros, de mediocres promesas y de un academicismo que, en pintura, pretendía seguir las huellas del realismo de Rojas y de Michelena.

Herrera Toro mantuvo una prudente distancia; era el legítimo sucesor de las glorias de 1883, pero representaba a otra época, pertenecía de cuerpo y alma al siglo XIX, a despecho de que se encontraba en plena madurez cuando comenzó a virar el siglo, y se transformó el concepto artístico.

Ya sin el entusiasmo de otros años, cúpole, sin embargo, sostener durante algún tiempo más el prestigio del realismo. Y cuando a la Academia de Bellas Artes entraron aires de renovación, lógicamente Herrera se mostrará como un defensor de la tradición.

A fines de siglo lo encontramos ocupado en tareas muy ajenas a su profesión: Tesorero General del Ministerio Instrucción Pública, Director del Tesoro en el Ministerio de Hacienda, y al mismo tiempo es catedrático de dibujo en el Colegio Chávez y en la Universidad Central. Hacia 1893, había fundado el periódico humorístico “El Granuja”, y a su habilidad de litógrafo le debemos las mejores estampas que se han hecho sobre las batallas de Carabobo, Boyacá y Junín, los lienzos de Tovar. Colaborador de “El Cojo Ilustrado”, la mejor revista literaria que se editaba por entonces en Latinoamérica, publica aquí poemas, notas y artículos, ilustraciones, dibujos y caricaturas. En 1898, aparece su libro “Manchas Artísticas y Literarias”, que le prologa don Julio Calcaño.

Es evidente que su trabajo pictórico se resiente de falta de continuidad, y aunque se desempeñe como solicitado retratista, está ya ausente en él esa convicción que lo determinó a ejecutar sus mejores obras en la década del ’80. Fue su momento más inspirado pues cuando llegó a su madurez como artista y como hombre, el arte se hizo de pronto demasiado joven y revolucionario.

 

El paisajista

 El cambio de concepción en la pintura comenzó por la revolución del paisaje. Esto puede observarse también en la pintura venezolana, en donde, bajo la influencia impresionista, el paisaje llega en forma tardía (exceptuando, claro está, la obra de Emilio Boggio, artista que por haber vivido en Francia se consagró exitosamente al paisaje, dentro de la línea impresionista). Pero ya desde 1890, Tovar parece intuir la necesidad  de un cambio y el fin del realismo oficial; ejecuta entonces sus primeros paisajes al aire libre, sobre temas de Caracas y Macuto. Con Tovar trabaja Jesús María de las Casas, artista que en su época pasó por un aficionado y quien dejara un número considerable de paisajes en los cuales se reveló como precursor del Círculo de Bellas Artes. Los paisajes de este artista conjugan un gran lirismo, al modo de Corot, con un penetrante sentido de la observación y con un raro don de síntesis.

Muy cerca de De las Casa trabajó Herrera Toro, en un momento en que el realismo ya no le interesaba. Ignoramos la relación que se estableció entre los dos pintores y si ha habido entre ellos influencias recíprocas. Ambos compartían un taller de pintura en la esquina de Socarrás, a comienzo de siglo;  Herrera estaba educado en la tradición de la pintura de taller, de tendencia académica, mientras que De las Casas, autodidacta, era fundamentalmente un airelibrista, un pintor que se basaba en la intuición directa de la naturaleza. En este taller, aparte de los encargos habituales, Herrera realizó en una técnica menos académica, que se aproxima a la que empleaba De las Casas, una serie de naturalezas muertas, especialmente flores; algunos paisajes son también de esta época. Es obvio que ambos pintores desconocían los principios fundamentales del impresionismo, pues ellos no volvieron a París desde su juventud. Pero hay una nota fresca, espontánea, en las obras que Herrera ejecutó  por entonces. Sus paisajes anteriores a esta época, como Cogedores de Café, o Puesta de Sol, eran sombríos a la manera del realismo de un Millet, o muy anecdóticas al gusto de la época. Se aprecian mejor sus cualidades de paisajista en una obra como Patio, que caracteriza muy bien a lo que podía haber de común entre Herrera y De las Casas, por la claridad del colorido y el intimismo de profundo sabor local que logra en la composición, donde, por lo demás, Herrera demuestra su dominio de la figura. Patio caracteriza uno de los motivos más frecuentes de la pintura venezolana de fines y comienzo de siglo. De haberlo deseado Herrera, hubiera podido convertirse en un excelente paisajista. De las Casas le abrió el camino. Si no pudo serlo, al menos pudo pasar a la historia como un buen maestro del paisaje.

 

Nuevas decoraciones

En 1902, don Ramón Tello Mendoza le hizo el encargo de dos retratos del general Cipriano Castro, que hoy pertenecen a la colección del Dr. S. de Jongh Ricardo. En uno de ellos, está Castro en pose heroica, montado a caballo. Y en el otro, se encuentra de pie, en su gabinete. El caudillo posó para ambos retratos. Debió sentirse halagado el dictador, pues en 1904 encomendósele a Herrera la ejecución de un trabajo de decoración  para el Teatro Nacional de Caracas. Mientras tanto, trabaja en el Retrato del general Alcántara en La Victoria, que es una de sus últimas obras de carácter histórico.

Se encontraba ocupado en varios retratos cuando en 1908 falleció Emilio Maury, quien, desde 1887, venía desempeñando, con amplio y generoso espíritu, la dirección de la Academia de Bellas Artes.

 

Director de la Academia

 Herrera Toro pasó a sustituirlo, por nombramiento del nuevo mandatario, Juan Vicente Gómez, en 1909. Junto con la dirección del plantel compartía la responsabilidad de las cátedras de Pintura, Historia del Arte, Dibujo y Perspectiva. Apenas encargado, estalló la huelga delos alumnos, quienes formularon,  por petición escrita ante el Ministerio de Instrucción Pública, una serie de puntos tocantes a la reestructuración que deseaban se hiciese en la Academia y al cambio del sistema de enseñanza que consideraban con razón anacrónico, inoperante. Es cierto que la Academia ya no satisfacía las nuevas necesidades planteadas por la pedagogía artística, después del impresionismo, movimiento completamente desconocido por los profesores. Ni siquiera algunas sanas normas académicas eran respetadas. Se seguían empleando modelos escultóricos de yeso y se enseñaban los principios del colorido y la perspectiva del realismo académico, sin otra alternativa. No podía esperarse de Herrera Toro, a juicio de los alumnos, la reforma esperada y, por tanto, se mostraban en desacuerdo con su designación.

La actuación de Herrera Toro en la Academia de Bellas Artes ha sido objeto de encontradas interpretaciones. Es evidente que él asumió la dirección del plantel en un momento crítico en que, por añadidura, insurgía una generación que se situaba en abierta rebeldía contra la tradición de la que, en cierto modo, Herrera Toro era su máximo representante. Su carácter, como lo reconoce Enrique Planchart, era severo y duro, a diferencia del benévolo Maury.

“Herrera Toro –escribió Gastón Diehl-, tuvo que afrontar, de hecho, delante de la historia un doble papel ingrato; de una parte, como Director de la Academia, su carácter austero se opuso violentamente al deseo de emancipación de sus alumnos, de lo que nacieron huelgas, protestas y finalmente la fundación del Círculo de Bellas Artes. Se comprende que esta generación de artistas y sus amigos le hayan siempre guardado rencor”. Esto explica que Enrique Planchart, crítico de arte de la generación del Círculo de Bellas Artes, le negara méritos, empequeñeciendo su labor, limitándose algunas veces tan sólo a citarlo en sus escritos.

El movimiento de la nueva figuración
Ética y objetividad en la crítica de arte         
Publicado en Puntos de vista.

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