LA PINTURA EN EL ESTADO ZULIA
Juan Calzadilla
Hace más de medio siglo vivía en Maracaibo un pintor meritorio cuya obra parecía condenado al olvido. Fue un artista que gozó de prestigio en si época y que, en cierto modo, sigue siendo el representante más notable de la pintura zuliana tuvo en las tres primeras décadas del siglo XIX: Julio Árraga.
Tal como podría apreciarse en las obras de Julio Árraga y en las de un contemporáneo suyo de nombre Manuel Ángel Puchi Fonseca (1817-1947), la ciudad de Maracaibo conoció en el transcurso de las décadas que van de 1880 a 1920 una rica e intensa vida cultural, de la que nos han quedado testimonio elocuentes en literatura, el periodismo y las artes.
Uno de estos testimonios, tal vez el más cosmopolita en el campo artístico, lo constituye indudablemente la obra de Julio Árraga. Obra que surgió estimulada por las inquietudes progresistas de la sociedad liberal de los tiempos de Guzmán Blanco, y que expresó en una visión personal del mundo a través de la técnica impresionista que, adelantándose a sus coetáneos venezolanos, Árraga difundió partir de 1910.
Julio Árraga nació en Maracaibo en julio de 1872. su padre de profesión carpintero le había trasmitido las primeras nociones de dibujo y de talla en madera. En 1882, recién creada en Maracaibo la primera Escuela Normal de dibujo, el joven aprendiz entró a este plantel donde recibiría clases del profesos italiano Luis Biacinetti y del arquitecto zuliano Manuel S. Soto.
En 1896, ya egresado de la academia y consagrado a la pintura de temas históricos, pudo viajar a Italia con una pensión del Estado. Su primer contacto con el impresionismo data de esta época. Junto a su compañero de viaje Puchi Fonseca, Árraga permaneció en Europa por espacio de un año. El aspecto lacustre de Venecia, sus canales y, sobre todo, sus grandes paisajistas del siglo XVIII, despertaron en él los recuerdos que observaba del puerto de Maracaibo, y esta impresión influiría notablemente en el futuro del paisajista zuliano.
Realista en sus primeras tiempos, Julio Árraga se hizo sentir en el ambiente artístico del Zulia desde su congreso de Italia a través de una incesante actividad que iba a iniciarse con encargos de pintura histórica y religiosa que recibía del estado y la Iglesia, como también por su participación en los salones regionales de arte desde 1886 se presentaban anualmente en Maracaibo.
Árraga y Puchi Fonseca fueron los grandes animadores y promotores de la actividad artística en Maracaibo. A ellos se debió la creación del Círculo Artístico del Zulia que, emulando al Círculo de Bellas Artes de Caracas, se establece en 1916. La nueva asociación, junto a la academia privada que fundó Árraga en el Zulia, contribuiría en mucho al estímulo de los nuevos valores que se consagrarían a la pintura.
Luego de un frustrado intento de presentar su obra en Nueva York y atrás haber conocido al pintor impresionista Samys Mutzner en Maracaibo, Árraga dedicó los últimos 20 años de su vida, a partir de 1915 – los más fértiles de su carrera– a trabajar incesantemente en la pintura de paisajes, realizando con este propósito varias giras por los Andes venezolanos, que le permitieron enriquecer el aspecto temático de su obra.
Aunque a partir de 1920 la actividad artística decayó en Maracaibo, Árraga continuó trabajando de manera silenciosa en su empeño de hacer del impresionismo una técnica personal, que pudieran servirle para traducir a ella su poética y subjetiva visión de la naturaleza. Por esta vía, cuando en vida misma su nombre comenzaba a ser olvidado, Árraga fue creando una obra de gran diversidad de temas y profundo sentido de observación de la atmósfera y la luminosidad. El movimiento que supo imprimir a la composición con varios personajes, la densidad vibrante y rica de matices de su empaste y el interés humano que lo determinó a elegir sus temas en la vida diaria, son valores que comunican a su obra paisajística no sólo valor estético, sino también un carácter de crónica y documento sin el cual no se explica la revalorización de que ha sido objeto este notable paisajista.
Maracaibo, a diferencia de Caracas o Barquisimeto, no ha sido ciudad de paisajistas. La capital marabina no está asentada en una topografía que ofrezca los contrastes y matices, de estructura y forma, que el valle de Caracas proporcionó al ojo de sus paisajistas. El pintor que basa su trabajo en la observación del natural no encuentra a menudo en las regiones planas y uniformemente iluminadas, una motivación que, por su dinamismo y juegos de luz y sombras, alturas y llanos, sea bastante atractiva para desarrollar un estilo paisajístico. Julio Árraga y otros pintores de la generación de 1883, son, si se quiere, la excepción. Pero aparte de que tuvo necesidad de crear unas condiciones especiales para pintar del natural, Árraga no dejó seguidores, así como tampoco había tomado nada de sus antecesores. Hasta la revelación de Árraga y Puchi Fonseca, Maracaibo careció de una auténtica tradición pictórica. La intensa actividad que se concentró en el estado Zulia en las dos primeras décadas del siglo XX no iba a generar la continuidad de un movimiento pictórico como el que surgió del Círculo de Bellas Artes de Caracas, entre 1912 y 1920. La explicación puede hallarse en el hecho de que la pintura moderna estuvo estrechamente asociada a la existencia de expresiones paisajísticas. En Maracaibo no prosperaron academias y talleres de pintura que hubieran podido estimular la secuencia del movimiento que con tanto esfuerzo inició la generación de Árraga. Y por otra parte, es obvio que la hegemonía cultural que detentó Caracas se adelantó a absorber a los talentos de provincia, cuyo éxodo terminó asimilándolos a las corrientes que se desarrollaron en la capital del país. El arte, hasta hace varias décadas, era un lujo que sólo podía suministrar Caracas. La provincia jugó siempre papel subalterno o tuvo que delegar en sus artistas nativos, emigrados a la capital, una representación meramente simbólica, que se ejercía desde la metrópoli.
En Maracaibo, la continuidad de lo que pudiéramos llamar una tradición pictórica se interrumpió hacia 1930 y hubo que esperar hasta la década de los cincuenta para encontrar el germen de un movimiento nuevo, de un estilo y un comportamiento radicalmente contemporáneos. La nueva etapa que comenzó a vivir el arte zuliano a partir de ese momento fue de signo contemporáneo y se caracterizaron por su casi absoluto desprendimiento de la tradición local y por la ausencia de valores o referencias académicas.
Después de 1920 el arte zuliano entró en un gran letargo y casi echó por tierra por el legado de Árraga hasta llegar a ignorarlo. La entrada al arte moderno iba a ocurrir más tarde y en ello jugó papel preponderante la refundación de la Escuela de Artes Plásticas que bajo la dirección de Rafael Monasterios, primero y, luego, de Jesús Soto, hacia 1950, serviría de semillero para la obra de las nuevas generaciones que, en sintonía con tendencias de moda, como el fue el caso del abstraccionismo geométrico, impulsaron en el Zulia una renovación que tuvo en la arquitectura y el urbanismo de Maracaibo su principal eje de transformación. No resultó extraño entonces que bajo esta atmósfera se formara una primera vanguardia de pintores y escultores abstractos. La creación del Salón D¨Empaire (1955) sirvió de puente con artistas del resto del país y permitió por primera vez una integración de las manifestaciones del arte zuliano al cuerpo general del arte venezolano, con su epicentro en Caracas, y de cuyo Salón Oficial emanaban las directrices y orientaciones de la vanguardia. Justamente, fue en este Salón, hervidero siempre de propuestas hasta el año de su desaparición, donde se reveló la incomparable obra del zuliano Francisco Hung, convertido luego, desde aquel momento (1963) en nuestro principal pintor abstracto de tendencia orgánica y gestual.
Si consideramos la integración artística que proponían desde Caracas los pintores abstracto-geométricos como la vanguardia, habría que reconocer que el acceso del arte zuliano a este movimiento ocurrió de modo casi simultáneo con la capital y se remonta a los primeros años de la década del 50, a través de los primeros ensayos de síntesis artística que se efectuaron en la Universidad del Zulia y en otras edificaciones del paisaje urbano de Maracaibo. La renovación que produjo Jesús Soto en la Escuela “Julio Árraga” y su empeño en avanzar hacia el Cubismo hemos dicho que sirvió de piedra angular a una generación de la cual surgieron, en Maracaibo, entre otros, Víctor Valera, Lía Bermúdez, Daniel Rincón y Genaro Moreno, y últimamente Peero Piña y todos ellos comprometidos con el arte abstracto, ya como pintores o como escultores y fieles a postulados concretistas y de integración del arte al espacio arquitectónico, y especialmente en los casos de creadores emblemáticos como Valera y Bermúdez. De las obras y enseñanzas de éstos se desprendieron seguramente las líneas de un constructivismo en el cual se inscriben los consecuentes trabajos de investigadores de más reciente presencia, como son Pedro Piña y Edison Parra. Sin duda que la abstracción constructiva y la abstracción orgánica solicitan nuevos campos de acción y reservan para sí mismas un capítulo, si no tan rico como el de la figuración, por lo menos esencial y riguroso del arte zuliano.
De una u otra forma, el Zulia siempre tuvo un arte independiente, autónomo respecto al resto del país, en cuanto a estilos y motivaciones. Así sucedió en el pasado y ha seguido sucediendo hasta hoy. Es un arte remiso a dejarse medir por el termómetro caraqueño y que se ha mantenido aparte, resguardado de la apatía que ha reinado últimamente en la capital del país, con su universo propio, su dinámico coleccionismo y sus galerías. Como su desarrollo fue más tardío que el arte de Caracas, supo librarse en gran medida de la moda y el snobismo. Esto contribuyó a que la tendencia abstracta alcanzara poco arraigo y a que predominaran en el Zulia, desde un comienzo, los registros figurativos, un tanto regionalistas, por tema y motivaciones. Fue su condición marginal respecto a las líneas de Caracas y a las tendencias internacionales, lo que estimuló al artista zuliano a buscar su identidad expresiva en la cotidianidad de su entorno y en el paisaje local, a partir de su realidad misma, mediante la práctica de una observación ingenua que si por una parte tomaba sus elementos del diseño de la cultura urbana, por otro lado se prodigó en un imaginario extremadamente libre y absurdo, que abundó en temas autóctonos, raigales. Su visión poco académica le permitió a estos figurativos de nuevo cuño abordar la arquitectura citadina y sus formas insólitas, así como las temáticas mágicas de la marginalidad. El oficio, mezcla de autodidactismo y lecciones de anatomía aprendidas en libros y tenazmente arrancadas a una dibujística laboriosa y a menudo prolija en sus gusto por la descripción y las anécdotas, soltó la compuerta hacia un realismo autóctono que se apartaba de toda óptica formalista Henry Bermúdez, Carmelo Niño, Ender Cepeda, Felisberto Cuevas, y Edgar Queipo, no forman una generación y ni siquiera salieron de los mismos talleres o escuelas, pero se identificaron por el grado de desenfado e intransigencia con que se apoyaron en el dibujo y en la caricatura para renovar el espectro de la figuración, igual que lo habían hecho un poco antes, con otras características, Barboza y José Ramón Sánchez, quien llena él sólo un rico capítulo del surrealismo venezolano. A despecho de su irreverencia, o quizás por eso mismo, los pintores zulianos de los años 70, como los mencionados, continuaron la vía que abrieron Francisco Bellorín y Paco Hung.
No dejaremos de mencionar, por último, la contribución que dio en su momento el arte conocido como popular o naif a la configuración del mapa de la nueva pintura zuliana. Las indagaciones en este campo condujeron a Carlos Contramaestre a descubrir en la costa oriental del lago, en 1968, la obra de Emerio Darío Lunar, pintor clasificado por algunos críticos como surrealista y, por otros, como susceptible de ser incluido en el capítulo del arte primitivo. Lunar fue básicamente un visionario, autodidacta y excéntrico, en cuyos trabajos se vieron reflejada las carencias materiales de la improvisada ciudad donde vivió y murió, Cabimas, a la que Lunar reemplazó en sus cuadros por una arquitectura ficticia y monumental, habitada por personajes marmóreos que, no obstante su inmovilidad, se resisten a abandonar la vida. Si bien Lunar es el más prestigioso, no olvidemos en el género primitivo al arte de Malú Fuenmayor y de Natividad Figueroa, quien hacía de las embarcaciones y de las calles y manzanas de Maracaibo un escenario isométrico y homogéneo, visto a vuelo de pájaro.
Todo esto se enmarca en el cuadro de lo que podría resultar, si se profundizara, un basamento del arte zuliano de la última mitad del siglo XX (incluida la que ya llevamos andada en el XXI),sin el cual sería difícil entender lo que pasó en las dos últimas décadas.
Pero Maracaibo no es ciudad de paisajistas. A diferencia de Caracas, la capital zuliana no está asentada en una topografía con los contrastes y matices, en luz y forma, que el valle del Avila proporciona al ojo de sus paisajistas. El pintor que basa su trabajo en la observación del natural no encuentra a menudo, en las regiones planas y uniformemente iluminadas, una motivación que, por su estructura dinámica y su colorido variado, resulte bastante atractiva para desarrollar una búsqueda, un estilo pictórico. Julio Árraga es en la historia de la pintura zuliana una gran excepción. Pero, aparte de que tuvo que crear sus propias condiciones de trabajo para pintar del natural, Árraga no dejó escuela y tampoco tomó nada de sus antecesores, dado que Maracaibo careció de una tradición pictórica durante el siglo XIX. Curiosamente, la inmensa actividad artística que se concentró en el Zulia en las dos primeras décadas del presente siglo, no derivó en un movimiento como el que surgió del Círculo de Bellas Artes de Caracas, entre 1912 y 1920. La explicación puede hallarse en el hecho de que la pintura moderna estuvo estrechamente ligada a la existencia de expresiones paisajísticas. En Maracaibo, excepto en la obra de Árraga y Puchi Fonseca, no se dieron estas condiciones favorables. No hubo aquí, tampoco, en el mejor sentido de la palabra, una academia de pintura. Es obvio que la hegemonía cultural que detentó siempre Caracas absorbió a los talentos de la provincia, cuyo éxodo terminó asimilándoles a las corrientes artísticas de la metrópoli. El arte fue hasta hace dos décadas un lujo que sólo podía darse en Caracas. La provincia llegó a jugar papel subalterno o tuvo que delegar en sus artistas nativos, instalados en la capital, una representación que se ejercía desde Caracas, a través de manifestaciones institucionalizadas. En Maracaibo, la comunidad de lo que pudiéramos llamar una tradición pictórica se interrumpe hacia 1930. Hubo que esperar hasta bien entrada la década del 50 para encontrar el germen de un movimiento nuevo, de una escuela. La nueva etapa que comienza a vivir el arte zuliano a partir de entonces es de signo contemporáneo y se caracteriza por su casi absoluto desprendimiento de la tradición y por la ausencia de valores académicos. El arte zuliano va a desvincularse por completo, en lo técnico y en lo temático, de la experiencia plástica del resto del país, y notablemente del movimiento de Caracas, de cuyo vasallaje ha logrado independizarse. El rechazo de referencias, modelos y patrones, que caracteriza a otros aspectos de la zulianidad, conduce al artista de esta región a un aislamiento no sólo con respecto a la cultura nacional, sino también, aún más, en relación con el propio medio, que no parece ofrecerle, en el pasado, más que dos o tres mitos. Puede decirse que todo el arte zuliano de hoy se base en la ausencia de tradición, moderna o antigua. Por eso, sus manifestaciones se revisten de valor autóctono y señalan hacia un camino paralelo al del arte de otras ciudades como Caracas.
No hubo, así pues solución de continuidad entre el paisajismo de ayer y la figuración de hoy, la cual, a falta de antecesores, confiere a sus representantes el rango de maestros. Se ha originado, de este modo, a partir de condiciones heroicas, lo que podríamos llamar un arte culto, o sea, un arte en el que han importado más las relaciones del artista con el medio, humano y visualmente hablando, que sus relaciones con las formas de arte recibidas de la educación o la escuela; se trata de un arte de universos personales, lo que hace que el artista zuliano sea normalmente un autodidacta- aun en los casos en que éste asistió a las escuelas de arte, ya de por sí bastante elementales.
Los años 60 marcan el filo de la aparición de la pintura zuliana. La nueva figuración y el arte popular(o naif) son sus manifestaciones principales por sus caracteres locales e identidad temática. En cuanto al arte popular, no es un término suficientemente preciso para englobar un fenómeno complejo que, al parecer, tampoco se presta a ser encasillado bajo una designación que, como el ingenuismo, no deja de abrigar para muchos una intención despectiva o comercial.
Arte marginal a las categorías institucionalizadas, a la vanguardia y a las producciones de escuela. En todo caso, arte ligado a las vivencias campesinas, como sucede con Rafael Vargas (1915), quien recobraba de su propia torpeza los signos de un estado de gracia. Emerio Darío Lunar (1940), sobre quien se hace recaer un primitivismo que no alcanza a explicar, como término, el grado de lucidez ejercida en un terreno completamente arbitrario, de un artista evidentemente arraigado en la tradición popular, a la que se remontan sus comienzos en Cabimas. Como Árraga, el falconiano Natividad Figueroa (1915) establecido desde joven en Maracaibo, entra en la estirpe de los poetas y visionarios, es decir, de los artistas que se apoyan en la realidad para eximirla de presentarla a nuestro ojos tal como ella es. Poetas porque interpretan la realidad, visionarios porque la auscultan, incluso con nostalgia recobrada, temiendo perderla y recuperándola para la memoria.
Por el contrario, los pintores zulianos de la nueva figuración, como son los casos de Carmelo Niño y Ender Cepeda, conservan en sus obras mayor propensión al realismo y a lo escénico, configurados en este caso orgánicamente alrededor de un hecho o situación. Ambos pintores representan un nuevo naturalismo. Encaran en sus obras tipologías regionales, personajes diversos o el individuo y su entorno que, en el caso de Carmelo Niño, aparece imbuido de caracteres surrealistas y del gusto arbitrario por una arquitectura estrambótica, pasada de moda, como la que el pintor pudo haber visto en las antiguas casas de Maracaibo. Niño se ha especializado en una retratística que es más fantasmagoría y espectro de espacios domésticos que crónica real o evocación del pasado vivido. Recrea claustros familiares, reductos nocturnos parecidos a los panteones, salas con espejos donde se celebran velorios, o también alcobas prolijas, arregladitas y compartimientos grises, monótonos, próximos a un paisaje destellante, en antros en donde las tonalidades sepias y marrones nos harían pensar en los pequeños maestros holandeses si no fuera por el carácter anómalo con que se reviste todo.
Ender Cepeda, por el contrario, está animado por un temperamento satírico y su trato con la pintura es resultado de una gestualidad hiriente, desenfadada, sostenida por un dibujo en forma de trazo vigoroso, con el que más que pintar reconstituye, ocupándose de los sujetos marginales y personajes del barrio inmersos en una arquitectura elemental, para fijar cual fotógrafo contumaz, los estados de arrogancia de los excluidos.
Por el contrario, los pintores zulianos de la nueva figuración, como son los casos de Carmelo Niño y Ender Cepeda, conservan en sus obras mayor propensión al realismo y a lo escénico, configurados en este caso orgánicamente alrededor de un hecho o situación. Ambos pintores representan un nuevo naturalismo. Encaran en sus obras tipologías regionales, personajes diversos o el individuo y su entorno que, en el caso de Carmelo Niño, aparece imbuido de caracteres surrealistas y del gusto arbitrario por una arquitectura estrambótica, pasada de moda, como la que el pintor pudo haber visto en las antiguas casas de Maracaibo. Niño se ha especializado en una retratística que es más fantasmagoría y espectro de espacios domésticos que crónica real o evocación del pasado vivido. Recrea claustros familiares, reductos nocturnos parecidos a los panteones, salas con espejos donde se celebran velorios, o también alcobas prolijas, arregladitas y compartimientos grises, monótonos, próximos a un paisaje destellante, en antros en donde las tonalidades sepias y marrones nos harían pensar en los pequeños maestros holandeses si no fuera por el carácter anómalo con que se reviste todo.