Discurso de Juan Calzadilla en el Panteón Nacional, en ocasión del traslado de los restos de Armando Reverón

 

DISCURSO DE JUAN CALZADILLA EN EL PANTEÓN NACIONAL, EN OCASIÓN DEL TRASLADO DE LOS RESTOS DE ARMANDO REVERÓN EL 10 DE MAYO DE 2016

 

Señoras y Señores:

El Panteón Nacional de Venezuela fue creado, como bien se sabe, por el “Ilustre americano” Antonio Guzmán Blanco en los años 70 del siglo XIX. Mucho se ha estudiado la función de operador político que supo conferir a la memoria patria el déspota liberal. Es él quien, a la vez mimético francófilo y pragmático ideólogo, consolida al Panteón como lugar de la más solemne pompa oficial, reconstruyendo la derruida iglesia de la Santísima Trinidad en torno a los restos del Libertador. Dándose como centro al padre de la Patria, Guzmán Blanco propició el ingreso al sacralizado recinto, junto a sus primeros moradores, a su propio padre, Antonio Leocadio Guzmán, convertido por decreto en prócer de la Independencia.

Sabido es que la función de sacralización (que tuvieron como arte del poder la Iglesia y el Estado en nuestra cultura) debe su potencia a una ambigüedad medular que la convierte en bisagra de la afirmación simultánea del poder dominante y la concesión al culto popular, generando una suerte de consenso simbólico y afectivo. Tal operación tiene casos notables en la consagración religiosa de los sincretismos que asimilaron los ritos solares ancestrales a la Natividad, o los arcaicos cultos de la diosa madre a la Asunción. Pese al compromiso simbólico-político, es el poder dominante quien guarda las llaves del templo, vigila sus puertas y dicta sus ritos.

 

¿De qué no se ha acusado a la Revolución Bolivariana? Cada renglón de la vida discursiva tiene su especialista en detracción. Así, los historiadores y académicos del antiguo régimen, ya no amos de las llaves y de los archivos, enjuician a los gobiernos de la era chavista por haber manipulado y reescrito la historia. Lo que no le perdonan es que una clase de extracción y vocación popular tenga ahora en sus manos el poder de consagración simbólica. Así, los gobiernos bolivarianos han abierto las puertas del Panteón a pobladores en otro tiempo inadmisibles.

 

No se han cansado de mofarse, los historiadores del fin de la historia, del ingreso del pueblo simbólico al lugar de los héroes: ellos jamás hubieran permitido acceso a las arenas requemadas de Paita como el alma inmaterial de Manuela Sáenz; o a la vasija indígena como cuerpo afectivo de Guaicaipuro; o al cuchillo recobrado de Negro Primero como el brazo inmortalizable del pueblo libertador. Han ido más lejos en su propia manipulación arqueológica intentando “humanizar” o “desmitificar” al mismo Bolívar, de quien alguien entre ellos llegó a decir que era equiparable, en su rol histórico, a Rómulo Betancourt.

 

Cada espíritu está habitado por sus dioses. Cada clase social, cada bloque hegemónico, tiene su historia y la faena de no olvidarla. La historia es legible según el dueño del ojo que la mire. Lo que ha cambiado, y que irrita hasta el escozor a la vieja cultura, es la perspectiva arqueológica de la historia misma como re-estratificación de la memoria y simbología del espíritu nacional, bajo la estrategia de un poder democrático extendido, incluyente, masivo y redistributivo. Ya no pueden cegarnos imponiéndonos su mirada y su estudiada disposición de los olvidos.

 

¿Qué dirán ahora los sarcásticos y maliciosos portavoces del antiguo régimen puntofijista, los añorantes del clasicismo adeco, sobre el ingreso al Panteón de Armando Reverón y César Rengifo como héroes de la cultura venezolana? Ellos, que son cofrades en casta y ánimo de quienes han hecho fortuna revendiendo a Reverón en Nueva York o cotizando a Rengifo por lo alto en las subastas. ¿Cuál será esta vez su sorna y su desprecio ante un pueblo con el poder de colocar en su más alto pedestal a dos figuras que ya encarnan cultos populares?

 

Reverón era loco. Rengifo era comunista. Ambos epítetos son estigmas (que no impiden lucrarse con su compra-venta) dentro de los paradigmas burgueses. ¿Se animarán a hacer algún nuevo chiste maligno como esos que ennegrecen su bilis cada día en todos los medios de su esfera? ¿O, simplemente, tal como hacen cada vez que el gobierno revolucionario realiza una obra justa, beneficiosa, necesaria, indiscutible, guardarán el más estricto y unísono silencio? En cualquier caso, siempre ofenderá a su buen gusto el hecho de que un pueblo ejerza la función simbólico-política de consagrar a sus héroes.

El concepto de soledad en Armando Reverón

Se ha especulado, quizás en exceso, con la idea que hace ver en Reverón a un gran solitario. Quienes así piensan estiman que la decisión de instalarse en Macuto es expresión de la voluntad de aislamiento que lleva al artista a aceptar como un reto el hecho de considerar que sólo podrá realizar su obra si se apartaba de sus semejantes. Esta voluntad ha sido interpretada como una renuncia a las ventajas y comodidades de la vida en sociedad en aras de una especie de fátum por el cual el pintor visionario, dotado de poderes autárquicos, tiene por misión consagrarse por entero al arte, en el templo que le sirve para mantenerse distanciado, como en una torre de marfil, del trato con la gente. Ermitaño o anacoreta, Reverón es también presentado como un Robinson capaz de vivir y triunfar solo gracias al principio de que puede bastarse a sí mismo. Poseído por un ideario místico y prepotente, este misionero de su arte vendría a reforzar el símbolo de que ningún sacrificio es pequeño frente a la magnitud de la empresa que le está reservada al genio cuando decide enfrentar todas las dificultades para consagrarse a su culto. Respecto a la obra de arte considerada como fin supremo, la vida no representa más que un medio. La obra es la justificación del artista. Es ella la que importa. Estas ideas son, a la luz de los hechos, completamente peregrinas. Reverón fue, en esencia, un artista modesto, tenaz y voluntarioso, que no abrigaba, respecto a su proyecto, ambiciones desmedidas y que tenía exacta noción de sus posibilidades y del valor de los demás. En el litoral de Macuto buscó las condiciones que intuía adecuadas para vivir en armonía y para poder realizar, sin ninguna limitación y en la mayor libertad, la obra que imaginaba y de cuya originalidad sólo había podido dar hasta 1919 algunos indicios. La relación con el medio humano donde vivió el resto de sus años no fue así forzada ni estuvo sujeta a las necesidades que para sobrevivir imponían las duras condiciones del medio, en sus relaciones de convivencia y trabajo. Esta convivencia generó nexos cálidos, humanos y creativos con la colectividad, tal como sucedió. En interconexión con ese medio elemental y primitivo, con el que se identificaba, Reverón devino un miembro de aquella comunidad de campesinos y pescadores en torno a la cual su presencia llegó a adquirir por momentos liderazgo patriarcal. Reverón es un escucha y un interlocutor del vecindario y se ofrece como maestro de ceremonias. Encontró entre aquellos moradores sencillos a sus principales colaboradores, albañiles, maestros de obras y modelos para sus pinturas figurativas. Fue peón y arquitecto entre los cargadores de piedra para los cimientos de su castillo. Sólo si se entiende la soledad como función que ayuda a preservar la libertad y la integridad personales en medio de la convivencia diaria con los mortales, Reverón puede ser justamente considerado como un gran solitario.

 

El Castillete

El proyecto global de Reverón  en tanto que obra de arte  se inscribe en El Castillete, exactamente como en la escena está el espacio donde involuciona una obra de teatro; del mismo modo que el mar, la playa y la montaña, observados siempre del natural, son los escenarios de la pintura de Reverón. El Castillete es la representación objetivada de su mundo interior; el paisaje, en el exterior, bordeando el perfil de los muros de piedra, por entre las rocas, la espuma y los uveros, es lo inasible de esa mediación destinada a los otros, por lo cual Reverón, en pago de algo, acepta ser despojado a diario de su obra para poder erigir el proyecto que crece y crece y que, a su vez, se nutre de sueños y derrotas, como él mismo. El Castillete es su imagen misma, y está habitado por huellas y formas prestadas de sí, arrancadas a su cuerpo y a su pasado, hechas de rústica y precaria materia; utilería fantástica, artesanía del inconsciente o museo viviente detrás de cuya cristalería mágica están sus propios duendes listos para comenzar a mover los hilos del espectáculo del cual Reverón es autor y protagonista.

Participación de Juan Calzadilla en la Filven 2019
Fotos Fuga de los límites en la GAN
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