JUAN CALZADILLA: EL YO, REFLEJO DE LA MÁSCARA
Alberto Hernández
(Prólogo para la antología El rostro ajeno, editado por la Alcaldía del Municipio José Tadeo Monagas/ Altagracia de Orituco/ Estado Guárico, 2005).
1.-
Un hombre -o su apariencia- camina por la calle, dobla la esquina y desaparece. Ese mismo hombre se refleja en una vitrina y se multiplica en la ciudad. Es visto por los ojos que lo borran. Es visto por los ojos que lo niegan. Es sólo un reflejo, pero el reflejo de un hombre en el reflejo de otro, el que está en el más allá del espejo, en el ojo alucinado de quien sabe que ese mismo hombre no es dueño de nada, ni de su yo.
Juan Calzadilla (Altagracia de Orituco, 1931) escribe desde el yo reflejado. No en vano multiplica la palabra desde un solo libro, el que corporiza a voz, el eco que experimenta y comprueba que todo lo que ve es apariencia o la sensación de ser el reflejo de quien camina por la calle y desaparece.
2.-
Ludovico Silva define a Juan Calzadilla como “el hombre más manso de la tierra”, pero a la vez como “un lobo feroz de la poesía”. Tiene sentido esta mirada de Silva: el hombre que camina por la calle y que desaparece al doblar la esquina, avisado por el silencio, codifica los signos del reflejo y convierte la apariencia en materia prima para verbalizar la ironía, la burla, la “maldad”, la ferocidad de un animal de “malos modales” consciente de que aparecerá en el yo ajeno, en el otro posible, y será su propio lobo, el del otro en su interior urgente.
La crítica ha insistido en el poeta de la ciudad. Certeza revelada en la multiplicación de los ciudadanos cuyo fin se centra en un yo colectivo, pero a la vez tan personal, tan lógico, que funda una poesía cuyo cuerpo está más allá de lo urbano, vive en lo que construye o destruye lo urbano, borra o traza la plasticidad de la palabra hecha reflexión. El poeta es crítico de su propio afán, del yo que lo corrompe y lo santifica. El poeta es un reflejo de sus palabras. Es su sí mismo.
Estoy bastante satisfecho
de poder hablarme a mí mismo.
Y de que, además, pueda ser
oído por alguien que, como yo,
es de mi entera confianza.
Y que me pone tanta, tanta atención
como la que yo a mí mismo me presto.
3.-
¿Quién crea a quién? ¿Cuántos Calzadilla existen? El poeta entra y sale de sus libros con poemas ya revisados por un yo anterior, emplazado. Juan Calzadilla instala la apariencia en el texto de un libro anterior, lima las palabras y le entrega al lector la voz ya oída. Insistencia que nos conduce a pensar -¿pensamos entre la multitud?- la reválida del poema, la porfía para que el yo agotado en otras páginas encuentre nuevo cauce entre nuevas imágenes. “Y que me pone tanta, tanta atención/ como la que yo a mí mismo me presto”. El lector descuidado suele perder el yo en el poema, pero quien haya tenido la vocación de verse en Calzadilla sabe que quien “habla” es él mismo desde el otro renegado. El poema refleja el yo, inventa al lector, lo re-crea, lo hace ese “a mí mismo”, clave de esta manera de abordar el mundo.
El yo es paradójico. Acude al eco para reflejarse en el texto. Si regresamos con frecuencia a su voz, nos repetimos. Pero también nos convertimos en quien desde su yo nos inventa, inventándose a la vez en el reflejo: la ética del yo es la multiplicación de los que suelen hartarse –como el poeta- de su propio yo. Calzadilla es ese poeta, sabe que la finitud lo toca, que la poesía es un instrumento verbal cuyo poder llega más allá del hombre que camina por la calle, dobla la esquina y desaparece.
4.-
Quien Escribe desde la creencia de borrarse, es más yo, pero multiplicado. La multitud se congrega alrededor del hombre que ha doblado la esquina: también sabe que ha dejado la huella de su voz, o el silencio. El budismo de Calzadilla se ase del riesgo al entender que su yo es tan frágil que lo deja en manos de otro. Pero ese otro es él mismo traducido por las imágenes, por el reflejo de un vidrio roto. Avalado por esa ética, la de no apartar el reflejo, se harta de él:
-Estoy demasiado colmado por mi propia persona
como para pensar en ocuparme de otras cosas
que no sean yo mismo.
-De acuerdo, pero hay en ti bastantes otras cosas.
-¡Si lo sabré yo¡ Demasiadas cosas donde
me reconozco lo suficiente para no concluir
en que todas tratan
acerca de mí mismo.
¡Por favor, alcánzame ese espejo¡
En este manual de extraños que es la poesía de Calzadilla, una jauría de reflejos lo acosa. Pero lo enfrenta con la ferocidad del hombre que sabe desaparecer en el mismo corpus del texto sin haber doblado la esquina. Es decir, es el más yo del otro que lo persigue desde los distintos lugares y paisajes. Dos en uno, múltiple. Digamos que la poesía es un asunto que va más allá de quien cree que ésta obedece a recetas: para eso sirve el yo, para rebelarse (revelarse) contra todo, para abarcar el silencio, para concentrarlo y desconcentrarlo, para minimizar el universo, para ironizar la vida y la muerte, para desaparecer al doblar la esquina y regresar a buscar el reflejo en el vidrio roto de una calle cualquiera. Un espejo contiene tantos yo como tantos espejos los vacían en otros, lo que lo revela en la duda que el mismo yo carga consigo. ¿Cuán seguro es quien se ve en un espejo? ¿qué peligros encara verse en los ojos del otro, el que se tiene que retirar para desechar su influjo? El yo siempre sale triunfante en la derrota de su soledad, se hace doble. Por eso el poeta es el otro, obvia el reflejo de la apariencia para hacerlo el reflejo de otro reflejo, aun cuando sepa que es imposible. “¡Por favor, alcánzame ese espejo¡”. Es decir, alcánzame el yo del otro que emerge de mí o el que emerge del otro. O, alcánzame el espejo para borrarme en el otro. Reflejo o refracción multiplicada de la imagen, el poeta no espera más que ser él y el otro. De aquí se desprende lo que afirma Antonio López Ortega: “Descree siempre de lo hecho, pero, no obstante, sigue haciendo cosas”: poesía o pensamiento desde la escritura como crítica de la poesía.
En definitiva, el yo es tan extraño como quien lo tropieza en la calle. Se es yo cuando éste desaparece en la esquina, se extraña, se refleja en la conciencia, en la capacidad de olvidarlo, que es una manera de tenerlo presente, reflejado, máscara.
Para ladrar un individuo no necesita
llevar máscara de perro. El puede
hacerlo con la misma propiedad,
sin tener que quitarse la que lleva puesta
y la cual, a todas luces,
confirma que es una persona.
Así, el perro de nuestro yo es la máscara de nuestras distintas personas, propias o ajenas. El poeta Juan Calzadilla no es más que el reflejo de lo que vemos en su angustia existencial, en su irónica persistencia.
La mala intención de esta antología nos lleva a ese yo, satisfactorio o incómodo, tan dado a repetirnos en la pupila del otro, en el espejo roto de todas las ciudades.
Agotados de ser los mismos, un poema de Darío Jaramillo Agudelo, a la mano, nos ayuda a deshacernos del cotidiano fastidio de ser uno: “No sé si a ustedes les pasa que se cansan un poco de la/ rutina cargante de ser la misma persona todos los/ días”.
Dobles, andamos solos en un mundo de espejos, tan cansados que la vida se prolonga en el reflejo.
Fuente: Nelson Mendoza