EL REPOSO DEL ARTISTA EN UN LIBRO DE ARTE
(Prólogo al libro Reverón, de Beatriz Aiffil y Florencia Grillet, con fotos de Ricardo Razzeti)
Juan Calzadilla
Hay quienes piensan que la trascendencia de nuestro gran artista plástico Armando Reverón debe buscarse en la obra pictórica que realizó escalonadamente y por etapas entre 1918 y 1949.
Obra férreamente apegada a técnicas de interpretación de la realidad que proceden del viejo formulario Impresionista. La visión del pintor puro, entregado lucidamente, etapa tras etapa, a la pintura de museos, se impone a la puesta en escena del actor histriónico, practicante de rituales mágicos, irónico y estrafalario, y tocado de cuando por trastornos psíquicos que los médicos atribuyen a la esquizofrenia. Es en el arte puro donde debe verse la presencia universal y criolla de Reverón, dicen los formalistas por el estilo de Alfredo Boulton, su principal biógrafo. Lo demás es mitología. Hay también los otros, los críticos y adeptos comprometidos con las corrientes de arte contemporáneo para quienes el objeto principal de la obra de Reverón es él mismo. Y es aquí a donde remite el hecho de haberse visto en él a un precursor del arte corporal y del gestualismo o pintura de acción, a un performista único y genial, por sobre la estimación de las figuras de desnudos y el paisaje, que pinta para vender y así sobreponerse a la menesterosidad y la desnutrición. Ambos enfoques no son antitéticos, se complementan y deben seguirse y estudiarse hasta llegar a descubrir en la obra de Reverón un todo integral, suma suprema de la mezcla de tradición y arte experimental. Pues si bien es verdad que Reverón perseguía una meta más allá de la pintura, a la búsqueda de una completa fusión de arte y naturaleza a través de una especie de transmutación metafísica de sus aptitudes de pintor y actor, cuyo símbolo identitario fue el Castillete de Macuto, por otra parte encontró en su pintura un sistema de subsistencia para poder ocuparse de realizar su proyecto de vida total. Es a ese escenario que se abre desde su instalación en un paraje solitario de Macuto, en 1921, y que termina en un sanatorio mental, en 1954, a donde debemos acudir para entender que en todas las actuaciones de Reverón, dejando de lado los momentos de crisis psicopatólogica intensa, hay ciertamente un habla que nos conmueve por su fascinante energía interior.
El caso es que esos dos puntos de vista antagónicos se alían en la mirada sagaz de algún crítico de arte para convalidar el hecho de considerar a Reverón como el protagonista objetivo de su propia obra y no como un mero productor de cuadros para el comercio de bienes artísticos. Fue la magia suscitada por la leyenda en torno a su vida extravagante, lejos de todo apoyo de la sociedad y del Estado, lo que ha movido el interés de todos los que se han acercado a su obra y a su morada de piedra, el Castillete, actualmente convertido en un museo. En 1951 la leyenda difundida en torno a la figura del pintor suscita el interés de fotógrafos y cineastas en conocer a Reverón.
Estos realizadores, atraídos por el poder de la fábula, ansían convertir en realidad la ficción que circula en la calle. Edgar Anzola, De los Ríos, Margot Benacerraf, Roberto J. Lucca, entre los más conocidos, tocan la campanita que sirve de timbre en el portal de la falsa mansión; quieren averiguarlo todo y sucumben a la fascinación de aquel gran cómico que, en su delirio, aspira a convertirse en director de cine y de quien todo el mundo habla. Entre los fotógrafos destaca la presencia de Ricardo Razzeti, quien haciéndose pasar por simple amateur de su arte aporta a la comprensión del mundo interior de Reverón el mayor interés que retratista alguno ha logrado captar del pintor de la luz, tanto estética como psicológicamente hablando.
La mirada antropológica del fotógrafo curtido en su arte de retratista de seres marginales, está dirigida al hombre Reverón, desnudado en su condición de habitante del mundo que él ha construido alrededor, Morador primitivo y salvaje de sí mismo; es esto lo que interesa a Razzeti. Mirar a Reverón rodeado de los elementos que se constituyen en su lenguaje y su relación habitual, su amada Juanita, su mono, las muñecas, las aves de corral, y con especial énfasis la figura del hombre mítico, disminuido en sus fuerzas y en sus capacidades físicas, tal como lo recrean las imágenes de Razzeti.
De todos los testimonios que trasladan la vida del exiliado de Macuto al relato visual, es el de Razzeti el documento de mayor coherencia objetiva y sensorial, en punto a expresar fielmente la vida íntima y doméstica del pintor de la luz. Dos años después le otorgan a éste el Premio Nacional de Pintura y en 1954 fallece, en una clínica psiquiátrica, en Catia.
A estas fotos memorables, algunas de las cuales han dado la vuelta al mundo, se refiere el libro de Florencia Grillet y de Beatriz Aiffil.
Es evidente que la obra de Reverón se vuelve más incomprensible cuanto más se emplea la razón para explicarla. De allí el interés que se toman estas dos escritoras venezolanas para acceder, con un lenguaje poético, lejos de la crítica formal, y a través de la fotografía, al vasto y recóndito universo de Armando Reverón