Apuntes sobre la Escultura en Venezuela, por Juan Calzadilla

APUNTES SOBRE LA ESCULTURA EN VENEZUELA

 Juan Calzadilla

 

Curiosamente, la historia del arte en Venezuela ha sido reducida a la historia de la pintura. Para los historiadores, la escultura realizada en nuestro país durante el siglo XIX no cuenta a la hora de hacer un balance de las artes plásticas, tal como lo prueba el hecho de que en los tres tomos que el historiador Alfredo Boulton dedica a la evolución del arte en Venezuela no figura un solo capítulo dedicado enteramente al arte del volumen.

La tradición de la enseñanza se orienta también hacia la hegemonía  de la pintura; la primera escuela que se funda en el país data de 1839. En 1840 se crea una cátedra de pintura al óleo en la Escuela Normal de Dibujo, fundada por el matemático Juan Manuel Cajigal,  la cual se abrió ese mismo año adscrita a la diputación Provincial de Caracas. Pero la escultura no se enseñó metódicamente en Venezuela sino luego de 1887, cuando aquella primera escuela se transformó en el Instituto de Bellas Artes, destinándosele a él una sección para el aprendizaje escultórico. Y si bien es cierto que la escultura llegó a ser por un momento una carrera para los alumnos de la Academia cuando enseñó en esta Eloy Palacios,  no menos cierto es que ella terminó siendo, en la práctica, una rama auxiliar para los que seguían la carrera de pintor. La verdadera formación escultórica se adquiría  en Europa, y aun así no será fácil para el artista profesional que retornaba a la patria desarrollar una obra que debió verse limitada en su producción por la escasa demanda del encargo.

Restringido su campo de acción a servir al culto funerario o a proveer al Estado las imágenes que coronan los monumentos en plazas, avenidas y parques, al escultor venezolano del siglo XIX le bastaba adquirir la técnica indispensable para lo que de él esperaba una sociedad que veía en la escultura un medio de perennizar el recuerdo de sus héroes, civiles y militares, y hombres públicos.

Cuando a fines del siglo XIX pareciera que la escultura, institucionalizada su enseñanza en la Academia de Bellas Artes,  se orientaba en Venezuela a un cierto auge, ocurre el derrumbe del naturalismo. La Academia como institución inspirada en rígidos patrones de enseñanza calcados del arte europeo  se desmorona y aparece un nuevo orden artístico que, apartándose de la sumisión al objeto idealizado, proclama el estudio directo de la naturaleza, la libertad técnica y el tema vernáculo, como ejes de la inspiración, tal como se vio en la obra del Círculo de Bellas Artes (1912-1920), en cuya asociación, per lo demás, no militó ni un solo escultor entre los que ejercían su oficio en Caracas.

 

La pintura y la escultura persiguen durante el siglo XIX un ideal renacentista que se aplica no sólo a las formas y a los patrones de aprendizaje, sino también a los temas, de la misma forma en que se imitan los estilos eclécticos de la arquitectura francesa para proporcionar a Caracas y Valencia un lustre superficialmente  parisino, así también se crean para la estatuaria modelos  artificiales tomados de ejemplos greco-latimos y del neoclasicismo europeo. Al finalizar el siglo, se repiten los mismos temas de bacantes, amorcillos, figuras mitológicas, las consabidas musas y vestales,  todo puesto al día por la retórica de un parnasianismo decadente.

 

Nuestro siglo XIX fue pobre en técnicas artísticas: de los procedimientos escultóricos, el único que se popularizó con relativo éxito fue el modelado en arcilla,  pero el escultor siempre tropezó con la dificultad de concluir la fundición  en bronce de sus obras. Los talleres  a este respecto, demasiado primitivos,  eran incompetentes  cuando se trataba de fabricar piezas de cierto tamaño por lo cual muchas obras se quedaron en la fase de modelado o vaciado a yeso y corrieron la suerte de desaparece, tal como sucedió. La talla directa en piedra fue tímidamente practicada en la Academia. Y en cuanto a la talla en madera, que tan magnífico ejemplo dio en el pasado colonial, se la consideró sin ningún o poco provecho. El último entre los escultores realistas que la puso en práctica fue el valenciano Andrés Pérez Mujica.

Los monumentos concebidos en arcilla se realizaron en maquetas pequeñas a fin de facilitar su traslado a los talleres europeos en donde, ampliado el boceto al formato monumental, se procedía a su corrección y fundición. Este complejo procedimiento desvirtuaba a menudo el logro del escultor, al pasar la obra a las proporciones del monumento al que se destinaba. De forma que no se conservaba la relación de escala o se introducían correcciones que como en el caso del monumento a José Antonio Páez que está la Plaza Madariaga de Caracas ( “Vuelvan caras”), facilitaban que el fundidor, al intervenir el boceto, terminaba atribuyéndose la autoría de la obra.

 

La reforma de la Academia y el realismo social

Con la muerte de Juan Vicente Gómez y los cambios que se produjeron tras la caída de la dictadura, en 1936 se produjo por disposición del Ministerio de Educación Nacional, la reforma del sistema de enseñanza de las artes. Desapareció oficialmente  la Academia de Bellas Artes y se erigió sobre la estructura y los resabios de ésta, la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, que jugó papel importantes en los cambios siguientes hasta su desaparición en 1958. Paralelamente, a raíz de los acontecimientos políticos que tras la muerte de Gómez, conmovieron al país, surgió una corriente de izquierda que se hizo llamar “realismo social” y la cual, sin liderazgo ni programa visible, acogió a un grupo de artistas en el que, pese al éxito de sus propuestas, no logró ingresar en calidad de miembro escultor alguno. Lo que puso en evidencia, una vez más, la debilidad de la disciplina.

 

En la nueva escuela de artes no hubo tampoco avance importante en la manera de concebir la escultura ni en los métodos de enseñarla. Al punto de que se continuó aplicando el patrón neoclásico basado en la reproducción del modelo humano y sin que se presentaran  soluciones para trazar un plan ambicioso que, desde la escuela misma, diera respuesta a las necesidades del naciente y poderoso urbanismo posgomecista que se inició por entonces en las principales ciudades.

Lasa contribución  más importante en este sentido fue hecha por Francisco Narváez (1908-1982) quien después de haber estudiado  dos años en la Academia se marchó en 1928 a París. Aquí desarrollo su gran  experiencia y dominio de la talla directa en madera y piedra para alcanzar, en poco tiempo, dominio de un lenguaje semi-figurativo, basado en unas formas criollistas, sensuales y rítmicas. Estilo que, de regreso en Caracas,  lo llevó a obtener gran éxito como para ganar créditos de escultor consagrado por su exposición celebrada en el Ateneo de Caracas, en 1931. Efectuó así una escultura figurativa librada más a la subjetividad de la interpretación que a la representación mimética del modelo. Más que sujetos, eran objetos formales resueltos en infinidad de formatos, teniendo como eje la figura humana o la del animal, temas en los cuales poca importancia tuvo  la valoración genérica que se hiciera de ellos, para así poder adelantarse a la abstracción de los años siguientes. Su prestigió dependió, sin embargo, del interés que despertó su obra de rasgos escuetos y simbólicos entre los urbanistas. Gracias a los cuales pudo ejecutar los grupos escultóricos que más fama le dieron en las fuentes de El Parque Carabobo y la Urbanización El Silencio., esta última concluida en 1945. El curso hacia el arte contemporáneo estaba así trazado y faltaban pocos pasos, el primero de los cuales diera el propio Narváez con su serie de obras a las que pusiera por título, en su famosa exposición de 1956, Formas nuevas.

 

El abstraccionismo geométrico a la vuelta de la esquina

Los críticos de arte suelen remontar el inicio de nuestra escultura contemporánea, en la forma como se desarrolló desde entonces hasta hoy, al lapso en que estuvo en auge en nuestro país el movimiento conocido como  abstraccionismo geométrico, entre 1950 y 1959. Esta onda artística se materializó principalmente en el  ensayo de integración de las artes desarrollado en la Ciudad Universitaria de Caracas por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva. Aquí el transeúnte puede apreciar en vivo  no sólo obras vanguardistas de artistas extranjeros  instaladas  en espacios cubiertos y al aire libre, sino también buen número de trabajos de artistas venezolanos que, a su tiempo, adhirieron a la corriente internacional del  arte abstracto. Para  el artista criollo lo interesante de este  movimiento, de cuya autenticidad muchos dudan,  estuvo en la gran variedad de técnicas que puso en juego, aparte de la rapidez con que de forma insólita  se propagó por todo el urbanismo de Caracas y de otras ciudades para inducir una estética representada por obras murales integradas a frisos  y fachadas de edificios, volúmenes exentos y vitrales,  a través de gran variedad de medios como el embaldosado, el mosaico, el acero, el aluminio, el vidrio, y mediante  técnicas –repito- que por primera vez se utilizaban en Caracas. La ciudad engalanada adquirió así los visos de un plumaje de guacamayas. Para el artista criollo parte  del interés en prestarse a este experimento fue el compromiso social que representaba el hecho de que sus obras se levantasen en sitios públicos, en medio de museos peatonales. Cuestión aparte de que les interezaran no  tanto  por la expresividad como la forma de canalizarlas en técnicas distintas a aquellas en que se había formado.

 

La cualidad de volumen exento, cerrado y fijo, que se le atribuía a la escultura para caracterizarla como disciplina perdió  de este modo vigencia  en beneficio de formas abstractas, que significaban por sí mismas, sin importar el género o disciplinas  en que habían sido  hechas. Objetos resueltos en infinidad de formatos o técnicas, exentos o en relieve, y en los cuales poco importaba la valoración genérica que se les hiciera. Vacíos o concavidades, llenos y anfractuosidades, pasaron a ser valores plásticos. La representación figurativa dada a  la pieza fue poco a poco desplazada del repertorio formal hasta circunscribirse  a la enseñanza en las pocas escuelas de arte en donde se impartía la  disciplina escultórica.

Es interesante observar que casi todos los experimentos de esta época fueron hechos en nombre del progreso artístico y a cargo de pintores más que de escultores. Lo que suponía una transición que obligaba a los artistas que trabajaban los medios tradicionales a iniciarse en una investigación del lenguaje tridimensional que implicaba la integración de los géneros y la supresión de fronteras. Fue así cómo, en tiempos del abstraccionismo abstracto, los géneros artísticos llegaron a fundirse y la obra, desalojada del taller tradicional, pasó a realizarse en laboratorios o empresas de herrería y diseño, por  técnicos que nada sabían de arte. De entonces data el interés `por la re-unificación de los géneros artísticos y el hecho de que, a la hora de llamar a concurso sin especificar los géneros,   se convoque atendiendo a los materiales y a las dimensiones que llenarán las obras en lo salones,  propendiendo a lo integralidad de la función de un arte que en adelante, hasta hoy,  fue atribuyendo mayor  importancia a los conceptos, ideas y propuestas.

Fue así como se difundió un arte a la moda, un arte que vino a sustituir  a las corrientes en provecho de la fusión de sus límites  y cuya comprensión planteaba admitir que el progreso está en deuda no sólo con el espíritu del arte sino también con las tecnologías y los materiales más nuevos con que cada época se arrogaba el derecho de admitir, como pensaban cinéticos y constructivistas, que pintura y escultura, como géneros, estaban destinados desaparecer.

 

El Salón Oficial

Los salones de arte fueron una fuente de estímulo para el desarrollo del arte escultórico; el primero de ellos abrió sus puertas en 1940 en el Museo de Bellas Artes de Caracas con el pomposo nombre de Salón Oficial Anual de Arte Venezolano. De este certamen se dice que rigió la actividad artística del país en las tres disciplinas principales que la junta de selección aceptaba exponer en sus espacios hasta la desaparición del certamen en 1969: pintura, escultura y artes aplicadas. El Salón Oficial fue escenario del florecimiento de la pintura venezolana desde las obras de los pintores del Círculo de Bellas Artes hasta el abstraccionismo geométrico de los años cincuenta, expresiones que seguía con atención la masiva asistencia que se daba cita en el MBA  durante el mes de marzo en que permanecía abierto el concurso.

Aunque el salón oficial llamó al reconocimiento de los maestros del paisajismo también sirvió de aliento a lo obras de los nuevos artistas surgidos de la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas en la década siguiente. Y aunque el arte del volumen no alcanzó  la misma suerte de la pintura, salvo la que tuvo fuera de los muros del MBA al calor del apoyo que  recibió  del Gobierno de Isaías Medina Angarita para que creadores como Francisco Narváez y Ernesto Maragall  desarrollaran sus proyectos de fuentes y monumentos en plazas y parques de Caracas y otras ciudades, tal como ocurrió.

 

Segundo capítulo: El Salón Arturo Michelena

El segundo certamen en importancia del país fue el Salón Arturo Michelena, abierto en Valencia en 1943. Sin embargo, la escultura no contó aquí con el espacio que necesitaba para crecer puesto que el destino que se le dio a éste estuvo consagrado mayoritariamente a la pintura, de acuerdo con el criterio  generalizado de confrontación libre y democrática  que se aplicó por primera en el Salón Oficial de Caracas, y según el cual se consideraba a la pintura como el estadio superior del arte, al punto de que los premios acordados a esta última disciplina  en el Salón Michelena son significativamente mayores qua la de los dedicados a la escultura, lo cual incide  en  la existencia de grandes  lagunas al momento de trazar con las obras coleccionadas  un balance de la evolución de la escultura. Tal inconsistencia de la escultura frente a la pintura fue determinante  la decisión de consagrar el Premio Andrés Pérez Mujica, segundo en importancia en el salón, a  obras volumétricas, entre 1981 y 1993.

El fin perseguido por el Salón Arturo Michelena fue este: seleccionar, premiar y catalogar. Sólo un poco más tarde se pensó en hacer un patrimonio de las obras premiadas con las cuales pudiera trazarse una historia del evento, de acuerdo al dictamen que una élite que se suponía entendida para opinar decidía sobre lo que podía considerarse arte o no. Criterio afortunadamente en trance de ser superado hoy para evitar los privilegios que  sostienen que una obra de arte es ante todo un artículo suntuoso (comercial) impuesto por la moda y los entendidos.

Gracias a los premios adjudicados a escultores desde 1981 a 1993 se pudo contar desde entonces con un grupo significativo de obras que constituyen el núcleo central de esta exposición del Museo de Valencia para hacer resaltar ante la colectividad la importancia de su patrimonio. No poco del cual puede adscribirse al legado del arte contemporáneo.

La actividad surrealista en Venezuela ha sido, en verdad, extremadamente parca y marginal. Como grupo literario acaso pueda esgrimirse al Techo de la Ballena como ejemplo de una coherencia que se manifiesta entre 1960 y 1963. En cuanto a pintura, son muy pocos los artistas venezolanos en quienes pueda comprobarse una filiación o un parentesco de algún grado con el surrealismo, para no hablar de un arte fantástico hacia el cual parece negarse una tradición excesivamente naturalista, como es la venezolana. En cierta época, Héctor Poleo vinculó al surrealismo, en la línea de Salvador Dalí, hacia 1944. Falta comprobar, sin embargo, si esta pintura, que maneja alegorías y símbolos resueltos es una figuración seudo-académica, puede expresar, como sucede con la obra de Magritte, la actividad del inconsciente. En Reverón se encuentra, si no por la forma, por el sentido, una interacción entre el contenido objetivo de las imágenes pintadas y la magia suscitada por el lenguaje que plasma una intensa vida onírica revelada en figuras convencionales. Mario Abreu ha ido más lejos en lo relativo a la mitificación del objeto, de cuyo poder asociativo se engendra su convicción mágica, por su lectura misma y comparación con la realidad que le sirve de atmósfera y de la que extrae su significado. En un momento de su obra intimista, Mateo Manaure ha llegado a crear una figuración mágica cuya continuación misma ha quedado disuelta en las rupturas de este artista. El surrealismo, por supuesto, se muestra en estado larvario, en la obra de primitivos como Bárbaro Rivas, Esteban Mendoza, o Antonio J. Fernández.

Pero últimamente se aprecia una tendencia surrealista de cierto vigor entre artistas que se han dado a conocer después de 1960, precisamente a partir del Techo de la Ballena. Alberto Brandt es quizás el que mejor encarna, físicamente hablando, una postura surrealista en la vida, no obstante sus excesos paranoicos, que lo han privado de realizarse. Perán Erminy ha involucrado más que todo una actitud crítica siempre rebelde, acallando en él la voz del pintor. Dámaso Orgaz ha mostrado en e dibujo y la pintura el crecimiento de un mundo interior complejo y terrible que alía la sátira con un erotismo llevado a manifestación sádica. En Carlos Contramaestre, cuya vinculación con el grupo del Techo es bastante conocida, ha privado de un lado el humor y del otro el sentimiento político generalmente expresado en formas míticas y en símbolos mortuorios que erigen siempre, en su dibujo, una especie de ritual. Es en Maracaibo, por cierto, ciudad completamente absurda, donde el surrealismo, en lo que tiene de más salvaje, ha encontrado atmósfera propiciatoria. Sin excluir a Contramaestre, quien ha vivido hasta hace poco en Cabimas, hay que referirse, entre los artistas asimilados o nativos, a Juan Calzadilla, teórico y contradictorio, a veces inaccesible, cuyos dibujos asumen una especie de exorcismo diario contra sus múltiples dualidades: Se podría decir que, según propia confesión, sus dobles son más importantes que él mismo. Francisco Hung estaba apartado de la imagen figurativa y prefería, por instinto, una suerte de interlocución dela tela de gran formato, frente a la cual gesticulaba, revelando un principio controlado de la escritura automática, a la manera de Pollok. Luego ha derivado hacia la pintura de espacio y atmósfera, de significación figurativa y simbólica y cuyo carácter es más tranquilo pero tal vez más metafísico. Esta última etapa está por verse.

Un poco marginal, tolerando difícilmente un poder de comunicación cada vez más restringido a la esfera de sus alucinaciones, encontramos a José Ramón Sánchez, quien ha buscado la vía del auto-exilio en París para adscribirse, con éxito, al grupo surrealista de L’Archibras (la revista que dejó esbozada, antes de morir, André Bretón).

En última instancia, cronológicamente, habrá que referirse a José Francisco Bellorín, cuyo trabajo, realizado en Maracaibo, suscita desde hace algún tiempo gran interés entre los conocedores de pintura. Bellorín* esté realizando una exposición retrospectiva en la que pone de manifiesto una larga y metódica experiencia en el dominio de lo gráfico, el dibujo y la pintura, siempre demostrando consecuencia con un lenguaje personal, rico en invenciones imaginíficas, una de cuya virtudes es el colorido. La influencia de Lam que pudo advertirse en su exposición de 1964 (Galería Conkright) queda superada en su etapa siguiente, en la que las formas alcanzan mayor nitidez y espacialidad y donde el tema reiterado es la figura humana, el personaje femenino. El erotismo que es el principio que anima a sus simbologías selváticas inspiradas, en Lam, adquiere un tono más refinado e intelectual al adoptar un viejo motivo del surrealismo clásico: el maniquí, al que, reencarnándolo, Bellorín hace objeto de una serie de reposiciones y falsas maniobras que detenían su figura en el aire enrarecido y plano. En el afiche ha destacado Bellorín como uno de nuestros mejores realizadores en la técnica de la serigrafía, dentro de la cual ha sabido aliar su estilo personal con los requerimientos del mensaje y ha producido buenos resultados. Finalmente, en el Salón Oficial, en 1969, a despecho de cierta crítica tendenciosa, Bellorín ha exhibido excelentes obras que marcan el comienzo de una nueva evolución en su obra, más embrionaria o biológica que la anterior, si se quiere, pero que, en todo caso, nos obliga a quedar atentos a sus próximos pasos de artistas de gran porvenir dentro de la figuración.


*              Una exposición retrospectiva de obras de José Francisco Bellorín ha sido exhibida en la Casa de la Cultura, Universidad del Zulia, Maracaibo, marzo de 1969.

Poesía experimental, por Juan Calzadilla
El reposo del guerrero, prólogo al libro Reverón, de Beatriz Aiffil y Florencia Grillet, con fotos de Ricardo Razzeti
Publicado en Puntos de vista.

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