Pintó lo que no existía más que en su imaginación, como quien, no pudiendo reconstruir la realidad a su modo, inventa el decorado majestuoso donde le hubiera gustado vivir para suplantar el escenario miserable donde le tocó vivir.
La crítica debería ocuparse más de la vida de los artistas que de sus obras. De este acercamiento podría llegar a saberse de las obras más por lo que estas mismas son que por lo que se dice o se piensa acerca de ellas. Así se evita tener por conocimiento a la elucubración. Con esta premisa, visité a Emerio Darío Lunar en su domicilio de Cabimas, en agosto de 1990. Supe entonces que le quedaba poco tiempo de vida, afectado como estaba por un cáncer en los bronquios, del tipo conocido como coliflor. Manuel, el hermano ingeniero que enseñaba en la Universidad del Zulia, me mostró la radiografía del tumor en su pequeño estudio de la casa paterna que compartía con el pintor, en la calle Las Cabillas. ¿De qué sirve leer una sentencia de muerte? Esa especie de pasaporte librado a la nada en los consultorios médicos. En los últimos veinte años Lunar no hizo más que pintar. Primero: en sus comienzos, avisos publicitarios y letrero en molde, todo, por encargo, y, finalmente, a partir de 1966, cuadros y más cuadros. Al momento de morir su producción debía andar por el cuarto de millar de pinturas en formato promedio de 60 x 70 cm.
Su tiempo lo compartía en pintar durante jornadas interminables y en visitar de noche en noche los burdeles donde hallaba las modelos rubias de sus cuadros, y también sus pobres aunque fastuosos amores. Oculto a la mirada de los curiosos, cigarrillo tras cigarrillo, cerrados los postigos de la ventana que daba al recibo elegido como inmutable taller, pintó toda su obra empleando esmaltes industriales durante esas cálidas jornadas que se iniciaban en el día y concluían en las madrugadas del día siguiente, a la luz de un bombillo sin pantalla. Dejó de trabajar cuando no pudo tenerse más en pie, sin fuerzas para hacerlo. De existir la eternidad, hubiera podido continuar infinitamente, sin ocuparse de nada más y olvidado por completo de que tenía los días contados (aunque ¿cómo puede tenerse los días contados y disponer a la vez de la eternidad?). Para eso sabía que vivía.
Juan Cazadilla por Emerio Darío Lunar
Cuando fui a verle, había una veintena de cuadros recostados a las paredes del recibo-taller, todo pintados por él días antes de caer en cama definitivamente. Era un prodigio. «Hubo prácticamente que despegarlo a la fuerza del cuadro que pintaba para poderlo acostar», confesó Manuel. Quedan en el mayor misterio los pensamientos, convicciones, dudas y, sobre todo, los sueños del pintor, cuyo secreto está ahora en la tumba. Queda sólo arriba, entre nosotros, el atisbo imperfecto de un mundo que seguramente fue mayor en extensión que todos sus cuadros reunidos, un atisbo del cual sus pinturas son en parte no tanto un testimonio como una confesión. Todo arte hijo de una necesidad expresiva lo es también de una descompensación psíquica que busca solventarse entre la realidad y los deseos, entre los sueños y la vida. Eso lo sabía Lunar. Pintó lo que no existía más que en su imaginación como quien, no pudiendo reconstruir la realidad a su modo, inventa el decorado donde le hubiera gustado vivir para suplantar el escenario miserable donde vivió. La pintura era, en razón de lo que se atrevía a simbolizar con ella, la otra parte más completa, pero inestable y fugitiva de un cuerpo triste, un cumplimiento siempre aplazado de los cuadros regados por el piso y mostrados diligentemente por sus familiares ¿qué otra cosa aducían sino el hecho de que con tanto más prisa la muerte se acerca, tanto más empeño pone el artista en continuar hasta el fin con su obra. ¿Acaso apremiado por la insatisfacción que lo domina? ¿Acaso para conjurar la muerte, como si fuera el remedio del alma? O quizás más bien para hundirse con ella. ¿Cuánto duró, físicamente hablando, Lunar? Mucho menos de lo que durará la más insignificante de sus obras. Vivió 50 años justos, como si lo hubiera premeditado desde aquel día, hacía diez años, en que pensó en el suicidio como en una solución perfecta. Un suicidio lentamente aplazado, dosificado y entregado a plazos por la conciencia del tiempo dedicado a desvelar el misterio que le proponían los cuadros. Cuando desde el angosto camastro de sus desvelos se despidió de nosotros con el brillo metálico de sus ojos -porque había perdido el habla- mantenía en los labios un cigarrillo que me hizo recordar el palillo de marfil que Alfred Jarry en su lecho de muerte pidió que le trajeran para satisfacer su último deseo.
Agosto de 1990