Juan Calzadilla
Colección Claves
Ediciones Minci
2018
Ministerio del Poder Popular para la Comunicación e Información
Caracas-Venezuela
El castillete, un protagonista silencioso
Concebido en principio como vivienda y taller, el Castillete
de Macuto trascendió esas meras funciones vitales
para convertirse con el tiempo en la representación fí-
sica del universo de Armando Reverón. Testamento, morada
y reino de su utopía, albergue de sus múltiples objetos, circo
para el juego y plataforma teatral, el Castillete recupera para
nosotros la imagen de una arquitectura orgánica desde cuyo
ámbito solar la obra del artista concentra e irradia hacia el
exterior la energía que le comunicaba una sabia, constante y
metódica interacción con la naturaleza.
Convertido en museo desde 1974 y remodelado en 1992,
el Castillete nos permitió reimaginar las condiciones en que,
rodeado por sus creaciones, vivió el pintor durante los treinta
y cinco años de su permanencia en el litoral central.
Pero el tiempo y sus cambios han hecho lo suyo. El paisaje
también se ha transformado y en buena parte también
el espacio intramuros sufrió modificaciones después de la
muerte del pintor. El afuera ya no es ese sitio primigenio al
que llegó Reverón cuando tenía treinta años para erigirlo en
mundo propio. En la marcha indetenible del tiempo, se trasmutó
incesantemente en lo que hoy es: recuerdo y extensión
ruidosa del universo urbano. Solo lo que queda del Castillete
permanece intransigentemente fiel a las huellas que el pintor
dejó grabadas en cuadros, objetos, muros y piedras.
Habiendo empezado a construirlo en 1923, Reverón hizo
de lo que en principio fue un rancho o simple cobertizo con
techo de palma y piso de tierra, una morada que llegó a tener
con el tiempo aspecto exterior de templo o de abigarrada
fortaleza colonial, en cuyo interior, en medio de rumoreantes
patios, convivían en apretado haz de luz los árboles tropicales,
Juanita su modelo, el sonido del viento, la algarabía de los
pájaros, aves de corral, un perro y el desparpajo de dos monos
amaestrados. Para Reverón este equilibrio de los elementos
naturales, expresado armoniosamente en el interior de su
mítica vivienda y en su relación con lo externo era esencial y
correspondía a lo que internamente él buscaba y encontró en
su vida para expresarlo en su arte.
Solo sabiéndose en armonía con la naturaleza, Reverón
podía sentirse plenamente habitando sus propias fuerzas.
El ideal por el cual buscó que su obra fuera expresión de un
orden que expresara con la mayor pureza, el hábitat natural y
que reflejara sobre todo la idiosincrasia y el modo de ser del
hombre venezolano, con los que se identificaba, correspondía
en su fuero íntimo a la decisión de Reverón de llevar una
vida despojada, desnuda, frugal y consagrada enteramente a
ese ideal, una vida remisa a todo confort y a los atractivos de
la civilización, y circunstanciada con un sentimiento telúrico
que lo afirmaba en su convicción de que estaba haciendo y
llegó a hacer una pintura “verdaderamente venezolana”.
Reverón buscaba seguridad en sus propias fuerzas para
marcar distancia respecto al mundo urbano que había abandonado
y al mismo tiempo ensayaba reencontrarse en la naturaleza
hasta un punto en que sin tener que depender de
ella, pudiera bastarse a sí mismo, de espaldas a su pasado y
la tradición técnica que también rechazaba con su decisión
de abandonar la civilización.
En esta perspectiva, el Castillete vino a llenar una doble
función: simbolizaba la independencia del artista y
le proporcionaba a éste un sitio confortable donde podía
trabajar sus obras sin ser molestado, un sitio en el cual
podía entregarse a un proceso de creación de tal intensidad
que poco a poco fue adquiriendo los visos fantásticos
que conducían a la locura.
No fue por un hecho fortuito que Reverón eligió un lugar
abrupto y apartado del litoral de Macuto para construir el Castillete.
Ya desde 1920, en Caracas, había planeado esta gran decisión
de su vida y, estimulado por el ruso Nicolás Ferdinandov, dio
este paso definitivo a un universo apartado donde no le quedaba
más que renunciar a las bondades del progreso y reeducarse en
un modo de vida primitiva. Intuía que solo así, frente a la naturaleza y aliándose con ésta, podía adueñarse enteramente de su
voluntad para llevar a cabo la obra a que se sentía llamado y la
que no hubiera podido realizar de otro modo.
Esta obra era, en principio, él mismo. El Castillete fue creciendo
como un organismo vivo simultáneamente con la ampliación
del mundo pictórico de Reverón, hasta formar uno
con éste, y en la misma dirección en que ganaban cuerpo su
compleja exploración temática y sus originales técnicas. El
Castillete es la forma arquitectónica que adopta el crecimiento
del universo de Reverón en su doble fluir, de lo real a lo
imaginario y viceversa.
Gradualmente, junto con la extensión de sus facultades
imaginativas y con la necesidad que el artista sentía de intervenir
gestualmente en la ejecución de su pintura, el Castillete
también se moviliza e incorpora al acto de la creación, como
eje del universo reveroniano.
En este espacio se desplazaba como si su casa fuera la naturaleza.
El Castillete en pleno era para él parte de la naturaleza.
Pues no establecía límites entre él y lo que lo rodeaba.
Lo que lo rodeaba, la naturaleza, era también parte de él. Y se
esforzaba en ser como ella.
Allá el mar, aquí la morada
La obra pictórica de Reverón queda, desde su llegada a
Macuto, dividida —y como enmarcada— por dos espacios
naturales que se la disputan. Por un lado es el afuera, el paisaje
al aire libre, con su intensa energía lumínica, desprendida
del sol, paisaje predominantemente marino, en el cual
se funda su observación para representar la luz y, con esto,
para dar su principal contribución a la pintura venezolana. Y
por el otro, es el espacio del Castillete, tranquilo y misterioso
ámbito que no solo le proporciona morada y seguridad, sino
que también en sí mismo expresa dos funciones que para Reverón
eran análogas: vivir y crear.
El Castillete no surgió de la noche a la mañana ni fue resultado
de un diseño complejo. Su construcción, enteramente
espontánea, se prolongó por más de dos décadas y progresó
lentamente a lo largo de una serie de etapas durante las
cuales la edificación, al igual que el desarrollo de la pintura
de Reverón, experimentaba transformaciones para adaptarse
tanto a los nuevos requerimientos del trabajo del pintor,
como a las funciones de la vida y al apremio cada vez más
urgente que Reverón sentía de abrirle un espacio propio a
su imaginario, un espacio lentamente invadido por criaturas
irreales, por un objetuario fantástico.
Crecimiento dirigido, según palabras del propio Reverón,
a hacer de aquel espacio: “lugar de exposición de las obras y
espacio para el esparcimiento de los visitantes, para la recepción
de turistas y para el mantenimiento de las relaciones con
el vecindario”.
El Castillete cubría en principio un área de 650 metros
cuadrados. Un espacio demasiado pequeño, ciertamente,
para un artista que requería de tanto escenario, de tanta movilidad
de las cosas y de tantos desplazamientos personales
cuando pintaba sus obras o añadía más elementos a su febril
imaginación de decorador. Pero no por reducido era un espacio
insuficiente para lo que Reverón se proponía con él: com-
primir el vasto universo de su invencionario a un territorio
mínimo, solar y habitado por todo lo que era para él absolutamente
indispensable como representación de su universo.
El proyecto global de la obra de Reverón se inscribe en
el Castillete, exactamente como en la escena está el espacio
donde evoluciona una pieza de teatro —del mismo modo, el
mar, la playa y la montaña, observados siempre del natural
mientras el pintor convivía con ellos— son los ámbitos exteriores
de su pintura. El Castillete es la representación objetivada
de su mundo interior.
Por eso encontró en Macuto las condiciones que intuía
esenciales para realizarse como hombre, para vivir en armonía
consigo mismo y para llevar a cabo, con la mayor
libertad y el menor número de limitaciones, la obra que
imaginaba y de la que hasta 1920, solo había dado promisorios
indicios. Su obra cambió desde que entró en contacto
con la naturaleza.
Su relación con el medio ambiente fue humana y creativa,
y consistió más en saber adaptarse a las formas de vida que
halló en aquel paisaje agreste pero franco y puro, que en imponerse
a ellas, aportando hábitos civilizatorios o extraños.
Su convivencia con los lugareños generó nexos cálidos que,
aunque elementales y precisamente por esto, estaban signa-
dos por el respeto y la valoración de aquellas vidas sencillas.
La participación del vecindario en las tareas de Reverón fue
activa, espontánea y dinámica y de ningún modo sumisa o
forzada. Él encontró en aquella comunidad de campesinos y
pescadores sus principales colaboradores: albañiles, maestros
de obra, obreros, costureras y modelos para su obra figurativa.
Oficiantes de sus ritos y seres míticos, que lo comprendían
como sus iguales.
El Castillete constituye el escenario de gran parte de su
obra figurativa, y a retratos o imágenes inspiradas en personajes
del entorno, en Juanita, pródiga y fiel protagonista de
su pintura, y en las modelos vivas, en las modelos de trapo.
El Castillete no solo sirvió de taller y residencia de Reverón,
sino que también le proporcionó a su pintura un paisaje
interior, a menudo ambiguo y difuso, pero perfectamente
enmarcado por el horizonte de los muros de piedra, por las
divisiones de arpillera del caney, o por la amorosa sombra
que los árboles arrojan al patio que sirve de reunión, de retiro
momentáneo, de sitio de esparcimiento y solaz a la hora
de la tertulia o el descanso, y también de eje de comunicación
entre uno y otro espacio de la mágica edificación. Desde allí
Reverón oficiaba como un mago. Debido al Castillete comenzó
a ser más conocido por la leyenda que se tejió alrededor de
él que por su obra misma.
Edición completa en: http://minci.gob.ve/wp-content/uploads/2018/05/EL-CASTILLETE-un-protagonista-silencioso-.pdf