Juan Calzadilla escucha a la jauría | Juan Manuel Roca

La poesía de Juan Calzadilla oye lo que le dicta la jauría, para decirlo en evocación de uno de sus más célebres títulos, pero presta oídos sordos al llamado de una realidad gregaria. Mantiene una pugna, un expediente que le sigue a la estrechez del mundo. Ve las cosas por ese lado del catalejo que distancia los sentimentalismos pero también por el lado del catalejo que aproxima los acontecimientos menos visibles. Como el Lautréamont descrito por Ramón Gómez de la Serna, «desdeña la pereza, la hipocresía, la vanidad tonta, la bruta impudicia de un talante necio y bronco». Juan Calzadilla centra su vigor y alista su martillo en el taller de las paradojas, armado de un humor lacerante que hace las veces de escudo para acorazarse y desmontar la realidad de quien se «ha quedado ciego», no tanto por «accidente de la visión, sino a causa de un exceso de paisajes». Calzadilla no ama las buenas costumbres sino lo que se oculta tras de ellas, los ademanes secretos del otros que nos habita y que a la vez habitamos. Para tan demoledores efectos se vale de una suerte de bisturí con el que busca en nuestra piel, como en una fruta madura, la semilla de nuestra gran tontería, de nuestra presuntuosa seguridad y deseo de trascendencia. No hay tema, asunto, por cotidiano y ya visto que resulte, que no suscite el interés del autor de «¡Oh Smog!» y de «Tácticas del Vigía». Despojado de afeites innecesarios y de las pompas del lenguaje épico, Juan Calzadilla busca el hueso, la sustancia, la esencia de los acontecimientos. Sus intereses van desde la burla a la gramática hasta el registro de la historia clínica del hombre contemporáneo y nuestra vida en común, desde las agudas pesquisas por la derrota del hombre sin heroísmos ni dignidad ni grandezas en las ciudades modernas, hasta las imposiciones del arte pensado como el único coto de caza para la falsa respetabilidad y la gloria, así sean fraudulentos, como expresa en su poema satírico sobre Salvador Dalí:

Un reloj ablandado sobre un desierto duro.
Una jirafa en llamas bajo el cielo macerado.
Sólo falta en este escenario surrealista
Un bufón con los bolsillos llenos.
Pero entonces, quién va a ocuparse
De pintar el cuadro?

El devenir, el tiempo como espejismo que se escapa sin nuestra mediación, las grandes verdades inamovibles puestas en solfa por la mirada de Juan Calzadilla son un alegato moral que se vale del lenguaje para señalar, por paradoja, la precariedad de la lengua. Es, de nuevo, la mirada por el lado menos trajinado del catalejo. El procedimiento de la fragmentación, tan caro a Guillaume Apollinaire en un ámbito lírico y a E. M. Cioran en un ámbito filosófico, esa manera de separar o de hacer esquirlas las partes para mirar un todo, se pone de presente en buena parte de los escritos de Juan Calzadilla y nos hace ver su obra como un gran fresco de las penurias del único animal que ríe. Es una risa un tanto dolorosa que a veces cae al piso entre papeles arrugados y entre hojas secas de árboles y calendarios. El poeta sabe, según sus propias palabras, y no creo que el blanco de sus diatribas sean Nicolás Gómez Dávila o algún otro creador de naderías, que «el aforismo es la forma gramatical más acabada del lugar común». Por tal motvo sus definiciones y su aparato conceptual se cuestionan a sí mismos. No es corriente ni es propio de los nuevos usos del lenguaje, que un poeta haga de las dudas casi su única certeza, por lo menos en Latinoamérica, donde somos tan afectos a las definiciones. Como Henri Michaux, Juan Calzadilla convoca una asamblea de sus otros, a un «ciudadano sin fin» o al que sabe que el camino minimalista está hecho de muchas palabras no escritas o tachadas, como esas esculturas que hay escondidas en todas las grandes piedras del mundo. Escribo esta corta presentación para la lectura de poemas de Juan Calzadilla, amigo y paisano de una misma irrealidad, tras llegar a una luminosa habitación y tras haber cruzado una calle de Estocolmo que tiene en el piso, y escritas de manera permanente, frases de August Strimberg. Algunas de ellas, las que atañen a seguirle un prontuario a la estupidez humana, parecen un diálogo fantasma del escritor sueco con el escritor venezolano. Como si fueran «huéspedes invisibles» de una misma, vaga y sospechosa, realidad. Es que la poesía de Juan, qué duda cabe, nos hace sospechar de lo que vemos, como lo hace siempre el buen emisario de la duda que es el auténtico poeta.

Estocolmo, mayo 23 de 2006

Tomado de: http://www. casadepoesiasilva. com/calzadilla. htm

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Publicado en Ante la crítica.

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