Quizás importe menos trazar una línea de evolución de la pintura de Mateo Manaure que el hecho de descubrir –aunque solo fuese para nuestro propio deleite– ese elemento que es constante en toda su obra y que en cierta medida nos sirve para identificarla: la formulación de un sentimiento poético de la realidad. Existe un estilo Manaure y lo poético le es consustancial. La poesía en la pintura es un proceso inherente a la manera en que el artista traduce formalmente su experiencia virtual de la realidad; de ningún modo se trata del contenido o la anécdota. Es algo que se hace explícito involuntariamente en el lenguaje, exactamente en la forma en que el poeta comunica trascendencia al lenguaje común. Lo poético es el transmundo de lo que encarna en las formas autónomas del cuadro. Y lo que se revela a través de esas formas en términos plásticos. Es una clase de visión determinada por la sensibilidad del artista y no por su elección
Quizás este sea el sentimiento dominante en la obra de Manaure, o por lo menos el más resaltante, como expresión personal, en toda su evolución. En otras palabras, Manaure no es un poeta porque haya elegido serlo, sino porque, sin proponérselo, de hecho lo es. Emplea colores, líneas y objetos, que combina en cuadros o estructuras. No palabras. Pero su visión es la de un poeta. Existe, así pues, un elemento cualitativo que no se modifica, invariable, y este elemento nos permitirá descubrir al lector la unidad, el encadenamiento que existe entre las diversas etapas por las que el pintor ha pasado. Gracias a esta caracterización podemos referirnos a su pintura como a uno de los estilos más personales de la pintura venezolana
En parte, lo que son hoy individualmente los integrantes de la generación de pintores de 1947-8 (Manaure, Otero, Navarro, Guevara Moreno, González Bogen, etc.), es consecuencia de la sólida formación recibida por ellos en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas. No se comprende bien el papel que tuvo este centro artístico en la más reciente historia plástica del país si no se acude al brillante testimonio dejado por los jóvenes pintores de la década del 40. Fue una circunstancia singular –como no se ha vuelto a presentar– la que se vivió en esa época, y a ella contribuyeron varios factores. La pedagogía artística adquirió por entonces el más alto valor creativo que hayamos conocido desde los tiempos de Maury. El optimismo de Ja época es fiel reflejo de lo que ocurría en el mundo, y el arte nuevo era visto con la novedad de algo sorprendente cuya existencia se revelara por primera vez. Ese entusiasmo, sin embargo, no hubiera sido tan eficaz si a esos factores no se uniera el hecho de que la generación de 1947 supo encontrar un guía, un maestro de gran talento: A. E. Monsanto
Puede decirse que nuestra pintura contemporánea arranca de esta época –si bien no podemos pasar por alto la contribución de pioneros como Poleo, Fabbiani, Arroyo, Narváez–. Una obra de Picasso, descifrada en una reproducción, era vista con la pasión con que se describe por primera vez un continente recién descubierto. El mismo caso para Matisse, Chagall, KandinsJcy, Klee –y también Cézanne–. De esta época, y por la vía que va de Cézanne al cubismo, data una pasión exacerbada por el análisis plástico que, aplicado tanto a las obras de los maestros como a las suyas propias, condujo a muchos jóvenes a severas críticas y autocríticas y, en algunos casos, al suicidio artístico o a la renuncia
Mateo Manaure salió de este ambiente afortunado, cuyas profundas inquietudes interpretó en su obra inicial, cuando aún era alumno de la Escuela, con rasgos verdaderamente precoces: En 1947, a los 21 años de edad, obtuvo el Premio Nacional de Pintura. Ese mismo año hizo junto con Pascual Navarro su primera exposición; terminados los estudios en la Escuela de Artes Plásticas (1941-1947), reunió en aquella muestra el trabajo de cinco años. La influencia expresionista es dominante –incluso el Picasso expresionista de la época negra–. Desnudos, naturalezas muertas, motivos tradicionales, pero interpretados de manera vehemente con una desenfadada y libre solución gestual, exuberante en el dibujo y el colorido. “A través de sus obras –escribió a propósito de la exposición la malograda crítico de arte Carmen Josefina Calcaño– nos deja ver Manaure una gran capacidad de síntesis, un concepto moderno de lo decorativo y una poderosa sensibilidad para el color”
La oposición al paisajismo de la Escuela se radicalizaba, y en la medida en que esta actitud se traducía en una mayor aceptación del lenguaje nuevo, en esa misma medida se hacía necesario viajar a Europa. Solo una mayor cultura podía darles la razón a los jóvenes
“Tanto en Manaure como en Navarro –escribía a continuación Carmen Josefina Calcaño– hay un gran anhelo de universalidad y ello nos explica la preocupación de ambos por adquirir una sólida cultura artística que es la única que puede darles la amplitud visual e intelectual necesaria para realizar obra perdurable y dejar huella en la historia de las artes plásticas de nuestro país”. El lugar escogido fue París. Manaure viajó en 1947. El mismo año que Otero. La experiencia de la escuela, representada en la exposición de 1947, significó para Manaure no solo los años más provechosos de su formación, sino también el testimonio de haber asistido a una etapa fundamental –de la que sólo ahora venimos a adquirir conciencia cabal– en la transición de nuestro arte figurativo al abstraccionismo de hoy
El hecho fundamental de los años que vivió en París lo constituye su participación en el movimiento abstracto y la consiguiente rebelión contra la tradición del Círculo de Bellas Artes, representada sobre todo por la Escuela de Artes Plásticas y el Salón Oficial. Expresión de ese momento fue la revista Los Disidentes, de la cual Manaure fue uno de sus fundadores. En el primer caso (la experiencia abstracta) se trató de un encuentro con las raíces del arte universal, y lo que este hecho pudo significar para un artista ambicioso condiciona toda la trayectoria de Manaure hasta hoy. En el segundo caso, la referencia al país de origen, al arte local, esa necesidad de sentirse como artista latinoamericano, fuertemente atraído por nuestro mundo, aparece ya también en la actitud de mantenerse vigilante de lo que estaba ocurriendo en Venezuela. Hay en Manaure una entrañable pasión por este país
Se puede encontrar en la experiencia de los Disidentes un rasgo pasional, una agresividad juvenil, poco constructiva y en apariencia algo provinciana, a ratos injusta, pero no se nos negará que fue a partir de ese gesto radical, febril y lleno de entusiasmo, cuando pudieron establecerse sólidamente los principios del arte nuevo en Caracas. Manaure fue de los más radicales. Se puede tener una idea de su búsqueda en 1950 si nos remitimos a lo que en la revista Los Disidentes escribiera Alejandro Otero: “Mateo Manaure se encuentra en la etapa inicial de su verdadera vida de pintor. Apenas salido de la primera juventud sería aventurado dar juicio definitivo sobre el carácter de su obra de pintor. Una cosa nos parecía fundamental: enfocar el problema de su situación y poner de relieve que todo eso ha sido fruto de una probada decisión de honestidad, de esfuerzo, de aquilatada responsabilidad. Su lucha durante todo este tiempo no ha sido otra que la de deshacerse de los hábitos adquiridos, de nutrirse del sentimiento de su época y de ahondar cada vez más, con la conciencia de la verdad poseída, en la libertad que le propone. Mateo Manaure, en su ejemplo de hoy, es cifra estimable de la juventud de Venezuela, cuya importancia empieza a significar desde ahora valor auténtico de nuestra época, más allá de los límites territoriales patrios. El se sitúa en y frente a la pintura, considerándola no como fenómeno detenido en sí mismo, sino en su significación evolutiva a la que agrega, de una vez, una solución personal”
En lo formal, después de un primer momento de desorientación, Manaure se entregó en París a un proceso autocrítico, a un mayor rigor, a una síntesis; practicó el dibujo hasta abandonar momentáneamente el color y experimentó la influencia del surrealismo, hacia el cual se ha inclinado siempre su sensibilidad. (Algunas de sus obras mostradas en 1947 tenían evidentes rasgos surrealistas. Recordamos un rostro extraño, pintado en azules, que se encuentra en el Museo de Bellas Artes.) Tal vez sea este uno de los rasgos más marcados en la pintura de Manaure: la capacidad de conjurar siempre, más allá del color, un clima mágico, una cierta tensión de estados oníricos que pertenecen a la índole de la sensibilidad del artista y que se manifiestan en casi todas sus obras como una constante
Se trata de una de las vetas del surrealismo. Y Manaure, sin haber militado en grupos ni haberse asociado a la escuela, fue a su manera un surrealista. Esta interesante época de Manaure, durante la cual realizó una serie de grabados, se canalizará hacia una concepción abstracta con la que, por formar parte del grupo de Los Disidentes, se sentía en cierto modo comprometido. Solo muy tarde vino a darse cuenta Manaure que estaba sacrificando a una estética impersonal lo más auténtico y profundo de su propio mundo. Pero la época le planteó definirse y, cuando empezaba a negarse rotundamente la sola posibilidad de que la pintura de caballete pudiera sobrevivir, con todo lo que esta representaba de carga emotiva y humana, Manaure adoptó el partido de mayor responsabilidad hacia su tiempo y su generación
Hemos hablado de una etapa surrealista, de 1948 a 1952, durante la cual se efectúa la transición del figurativismo de los años de Caracas a un mundo de formas inorgánicas, embrionarias, infusas en espacios ambiguos, en cuyas evoluciones se denuncia insistentemente un enigma erótico, copulas y extrañas cápsulas de sexos con apariencias vegetales. La experiencia fantástica de lo erótico es un tema reiterado en la pintura de Manaure. Los dibujos de esta época (como los que hiciera para la primera edición de Elena y los Elementos, libro de poemas de Juan Sánchez Peláez, 1951), ilustran mejor este proceso abstractivo a partir de un método de escritura automática. La tendencia dibujística se acentúa en los próximos años y ella precede al interés por el diseño y las artes gráficas en que se inicia Manaure en París, actividades a las que se consagrará profesionalmente
Ese elemento de síntesis por vía abstracta, unido a la exploración de los estados del inconsciente y al rigor derivado del oficio de diseñador, conforman la evolución próxima de Manaure, dando origen a una obra que, en todas sus etapas, se nos presenta como refinada en su técnica, profunda en su contenido, simbólica en su significación
La época surrealista de Manaure, antes de su regreso a Venezuela en 1952, se relaciona con un creciente interés de los artistas por el mundo latinoamericano. Bien entendido, el abstraccionismo no significó una negación o rechazo de la realidad, sino una manera de penetrarla y revelarla en su aspecto interno, en su esencia, en su aspecto inédito
El arte nuevo, que partía de un fundamento abstracto, vio lo americano no como el motivo social o anecdótico que vieron los pintores del realismo social, sino como algo profundamente conectado con la magia de las civilizaciones indígenas, con la escritura y los símbolos de la cultura afroamericana moderna, o como el sentimiento de la selva y el desierto. Un mundo larvario, de formas totémicas elementales, derivadas del recuerdo de las formas del arte precolombino o de los signos petroglíficos, se hizo patente en el lenguaje de un grupo de pintores venezolanos o latinoamericanos que interpretaban la oposición de la nueva estética al realismo de los muralistas mexicanos o que simplemente procuraban un nuevo enfoque de la realidad, sin compromiso con la tradición
Matta, Lam, Tamayo, Torres García o Carlos Mérida, habían partido de igual supuesto para traspasar esa corteza bajo la cual se disfrazaba y veía parcial o literariamente la realidad americana que se mostraba al mundo. No por ser extremadamente personal, la visión de estos artistas fue menos objetiva para explorar y explicar el mundo de lo que pudo haber sido la visión de los muralistas mexicanos
Esta digresión tiene como fin no solo descubrir al lector cuál era la actitud de los nuevos pintores y la forma en que encararon el compromiso con la realidad cultural del continente, sino también ubicar a Mateo Manaure dentro de esta perspectiva que implicaba también una toma de posición, junto con el deseo de un cambio del orden y la necesidad de modificar por medio de la estética a la conciencia social
Esta pudo ser la intención que tuvo Manaure antes de iniciar la época geométrica de su obra, hacia 1954, etapa de ruptura en la cual, como hemos dicho, reflejó sobre todo una alternativa de contemporaneidad
La que tomó fue una vía estrechamente relacionada con el optimismo arquitectónico de la época, y no vamos a entrar en detalle acerca de lo que de positivo o fallido hubo en la integración artística que buscaron pintores y escultores. El supuesto de que partieron los Disidentes fue el de la dinámica propia que ha caracterizado al arte del siglo XX, o sea la lógica de una evolución progresiva que, como la ciencia, no admite que una cosa pueda ser descubierta por segunda vez
El abstraccionismo geométrico quiso imprimir a esta dialéctica una dimensión de crecimiento vertical, basada en negaciones rotundas, con la grave consecuencia de que al formular el progreso ininterrumpido de la plástica, no se previo una salida para el problema que planteó siempre una pintura bidimensional. Así, el soporte vino a ser la arquitectura, sin que la pintura aportara técnicas e investigaciones propias, limitándose a una superposición sobre el muro, lo cual contradecía el principio mismo de la síntesis artística que teóricamente se concebía como una colaboración entre el arquitecto y el pintor
Manaure regresó a Caracas en 1952, cuando comenzaban a prosperar las ideas integracionistas, sustentadas sobre todo por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva, quien iniciaba la segunda y última etapa de la Ciudad Universitaria de Caracas. Las obras de esa etapa de carácter surrealista a que acabamos de referirnos las mostró Manaure sucesivamente en la galería “4 Muros”, en 1952, y luego en la galería “4 Vientos”. Cuatro Muros fue la primera galería de arte contemporáneo que se montó en Caracas y en ella se realizó la primera exposición internacional de arte abstracto, en cuya organización participó Manaure. Cuatro Vientos, del pintor Marcel Florís, le sobrevivió un año después, con la misma suerte, es decir cerró a los pocos meses
Cuatro Muros fue obra de González Bogen y Manaure. Este último expuso aquí su obra realizada en Europa, de tono muy lírico, pinturas dominadas por un acento subjetivo que permitía fijar en los signos abstractos ese matiz surrealista (de intención americanista) a que nos hemos referido. Espacios insomnes cruzados por súbitos relámpagos, imágenes a manera de signos primarios eléctricos o vegetales como los insectos en una noche de tormenta, desplazadas en forma contrapuntística sobre fondos de un azul o negro intenso. Un mundo biológico, en suma, que puede considerarse como la máxima aportación de Manaure a esa búsqueda de una identidad latinoamericana por vía de lo abstracto que se intentaba; representan estas obras de 1952 un momento de transición entre la figuración y el arte geométrico inmediato
Si la posición ante la tradición era más radical, no menos cierto aún es que aparece en esta época un fenómeno de conciencia social. No entendemos aquí por conciencia social un sentimiento revolucionario manifestado en el arte como expresión de una causa política. Manaure ha sido siempre un artista comprometido. Pero por conciencia social entendemos aquí la preocupación de un grupo de artistas interesados en influir en actividades relacionadas con el hábitat y con las cuestiones de comunicación de masas. Por ejemplo, el artista quiso penetrar en la cultura de la masa a través del diseño, aún en la escala industrial. Y en parte lo logró; lo impersonal en arte es una idea derivada de la aceptación del predominio de lo tecnológico en las relaciones humanas. Aún en la pintura el creador pretendió con el arte geométrico definir el estilo de un arte de masas. El diseño de murales geométricos respondía a esta actitud impersonal
Se creía, así pues, en una Edad Media de la cibernética. Que estas ideas hayan fracasado, no quita la validez que tuvieron en su época, la fuerza y el entusiasmo con que fueron emplazadas. No vamos a discutirlas en esta oportunidad
Manaure intervino activamente en este movimiento neoplástico al que llegó por una evolución propia. Quizás lo más importante de este período, aún más que sus murales, fue la serie de importantes trabajos de diseños de artes gráficas que realizara, así como aquellas pinturas de carácter geométrico que en cierto modo respondían en él a un comportamiento emocional. Este período de la pintura venezolana, cuyas obras más características son murales, no está suficientemente estudiado, y el valor que dentro de él puede tener la obra geométrica muralística de Manaure queda supeditado a los resultados de esa investigación. Fue Manaure uno de los que hizo mayor número de trabajos para la arquitectura. Solamente en la Ciudad Universitaria de Caracas tiene 8 murales. Si esta es su etapa más discutida es, sin embargo, aquella por la cual quizás más se le conoce internacionalmente. La diferencia entre el estilo geométrico de Manaure y el de los demás pintores de su generación de igual tendencia, consiste en que, aun cuando se somete a la disciplina del diseño de formas abstractas puras, Manaure logra dar siempre una nota personal y poética, ya en el colorido, ya en las líneas de la composición. Por eso no resulta tan difícil distinguir un mural suyo de otras obras del mismo estilo. Etapa geométrica que no constituye una isla ni propiamente rompe la solución de continuidad que hay en toda su obra. Porque lo que él modifica no es la visión sino la estructura formal. Él encuentra siempre una coherencia interna de la composición que le permite aún en esta clase de trabajo poder expresarse y hacer de las formas geométricas universales un vocabulario personal. Pero hay también quienes asocian la imagen de Manaure con la de su pintura geométrica, como si esta fuese el núcleo principal de su obra; y sin embargo es esa etapa la que menos puede ser relacionada con lo que es el hombre Manaure; espíritu imaginativo, hombre libre que ama el oficio sensible, artesano y pintor emocional ante todo. Los que se lamentan del cambio a la figuración que experimentó Manaure tienen argumentos pero no resígnanse a olvidar que la muestra presentada por este en 1956, en el Museo de Bellas Artes, fue con toda seguridad una de las más significativas del movimiento geométrico. Estas composiciones, a despecho de su rigor, eran de un carácter muy poético, y prueban, como en el caso de Otero, que los pintores geométricos dieron su mejor aporte en la realización de obras de estilo personal, no proyectadas para la arquitectura. Si habían fracasado como geómetras del muro, se encontraron a sí mismos en lo que negaban: la pintura de caballete. No se nos negará que la mejor obra de Otero, los “colorritmos”, son pinturas de caballete, aunque se piense lo contrario
Las pinturas expuestas por Manaure en 1960 en la Sala Mendoza significaron un atar cabos. El geometrismo había llegado a su fin y Manaure pasó varios años sin pintar, entre 1956 y 1959. Son años de búsqueda, de reencuentro consigo mismo, de silencio, aún de crisis. Al cabo de los cuales ofreció una respuesta: la de su personalidad
Evolución dramática, si se quiere, y la que más reflexión le exigió
Puesto que la ruptura del equilibrio, la pérdida de fe en el orden racional que puso en crisis a la pintura geométrica trajo como consecuencia una duda y un freno. Por estos años irrumpió en Caracas un brote expresionista cuyo entusiasmo desmedido por la materia era la antítesis del geometrismo. Pero esta crisis no hace sino proporcionar a Manaure su propia razón de pintor, un plantarse más dentro de sí mismo para buscarse en sus orígenes, en su obra inicial. ¿Retorno a una nueva figuración, a una pintura de apariencia neoimpresionista en su concentrada dimensión de vitral, ruptura o continuidad de su propia evolución? Manaure mismo ha explicado este paso cuando dijo: “El artista dotado de un sentimiento profundo y de cierta experiencia creadora descubre antes que otros el alcance de su obra, se da cuenta de sus límites, tiene noción de su propio adelanto; los esfuerzos por llegar a la superación amplían su visión de la belleza”
Sergio Antillano comprendió bien el cambio; “sin abjuraciones, sin dsplantes, el pintor hizo abandono de su quehacer constructivo –¿por qué abstracto?– en razón de un definido impulso interno”
En general, en las obras de esta época, de reducidos formatos, se manifiesta de manera muy íntima el impulso vital por sobre lo mental que predominó en la etapa anterior. Si los procedimientos son los de la pintura de caballete, a la cual retornó ahora el pintor, el resultado es de un esquemático simbolismo, donde resalta el gusto por la materia junto a su clara emoción ante el color, su fuente primaria
Es el comienzo de una búsqueda que llega a su etapa culminante con las obras de 1967. La ciudad aparece como tema incisivo, siempre retomado y transformado en juego cromático; es un lirismo refinado, al que no ha renunciado nunca
La pintura demuestra que la subjetivación no conduce siempre a excluir la realidad, sino que a veces la revela con mayor fuerza y verdad. Se puede decir que Manaure es tanto más pintor de la realidad cuanto más se empeña en descubrirse a sí mismo. Perán Erminy ha hablado de “las metamorfosis ambientales” para referirse a la capacidad de Manaure para poetizar con la realidad, a la que convierte en un “mundo metafórico”. Pero su método consiste en “servirse y tomar sus elementos fundamentalmente de esa inagotable fuente de inspiración poética que es la fantasía, la imaginación creativa. Lo imaginario (real) es la materia principal de su trabajo”. Una idea expresada por el propio Manaure en 1964 nos da la pista de una progresiva humanización de su gesto, humanización que ha de entenderse no en el sentido de ser más figurativo u orgánico en la representación de las formas, sino en la intensidad con que expresa el sentimiento, aun si se trata de las formas más subreales: “La misión del arte ha sido siempre la de recordar al hombre el hecho de ser humano. En principio, la calma, la serenidad de espíritu y la paz del alma no han sido jamás condiciones favorables para la creación”. Esta última frase alude quizás al riesgo, y dentro de un estilo sereno, aparentemente sosegado, aunque activo y reactivo interiormente, que ha caracterizado a su evolución, las obras expuestas por Manaure en la Sala Mendoza significaron su mayor riesgo: ¡eran paisajes de Caracas!
Manaure tuvo algunas críticas adversas basadas en el error de creer que el pintor hacía las paces con el paisajismo de la Escuela de Caracas. Y que entraba a un naturalismo negador. Viéndolo bien, no eran paisajes sino visiones interiores. Una realidad no es más humana plásticamente hablando porque esté mejor representada. Las imágenes de Caracas pintadas por Manaure, aun en la desnuda apariencia fantasmal de cerros y ranchos, son representaciones de la emoción que se experimenta ante un hecho, y no del hecho mismo. Que estos paisajes o visiones interiores de la ciudad –con sus cambiantes juegos de luces y sus solitarios nocturnos– cobren a los ojos del público un carácter narrativo o polémico –por enfrentamiento al abstraccionismo–, que invoquen a una cierta tradición, solo explica que Manaure ha buscado desde entonces un mayor compromiso en su pintura y que se dispone a correr un riesgo al abordar un lugar común de la pintura venezolana para demostrar que es “la visión profunda” lo que importa
César Dávila Andrade, escritor recientemente fallecido, hizo de estas imágenes una interpretación que no por ser extraordinariamente poética resulta menos válida. Dice así: “Caracas le debe a Manaure el descubrimiento de su «Noche» acribillada de braseros. Como un cartógrafo de misterio tenebroso y feérico, el pintor ha volteado la otra cara de un mundo. La situación de la noche caraqueña se divide en marcos numerosos, hasta que termina penetrando en el cielo nocturno y más allá aún, e esos ámbitos que ahora son ansiosamente perseguidos por los astronauta y los místicos de las esferas”
La etapa siguiente de Manaure es la que tiene mayor vinculación con arte fantástico o con la veta surrealista. Puede decirse que constituye una evolución dentro de una mayor amplitud y universalidad del lenguaje concebido siempre como un mundo cerrado. Una cuestión característica de Manaure es el buen gusto, el oficio impecable
Después de 1960 ha venido realizando, paralelamente a su pintura, una serie de objetos y ensamblajes, con mucho de humor negro, y que no ha expuesto aún. Quizás la primera intención de Manaure fue presentar una exposición de es obras que, por su contenido mágico, guardan alguna relación con los relieves de Mario Abreu. Dentro del mismo desarrollo de imágenes desquiciadas y asociadas optó, sin embargo, por preparar una nueva exposición de pinturas, sin variar de método. Fue en estas obras donde fundió su experiencia del diseño gráfico con su necesidad expresiva, originando, mediante la combinación de dos técnicas, lo que él llamaría “Sobremontajes”, o sea pinturas que resultan del acercamiento de la pintura y la fotografía empleada en forma de collage. Se trata de obras laboriosas, emparentadas con el estilo de sus cajas y objetos realizados por este tiempo, concebidas como atmósferas fantásticas, que por su técnica precisa nos recuerdan a veces a Odilon Redon. Adriano González León precisó esta búsqueda de Manaure en los siguientes términos: “Manaure ha sabido encontrar el límite exacto de una belleza sobria para repartir, dosificados, los elementos del sueño y los hallazgos de una justeza formal, en la cual se adivinan todavía las huellas del rigor geométrico, pero singularmente enriquecidas por su complejo de figuras, objetos, grafismos, rostros, diseños, imágenes, fotografías, cifras y letras que contribuyen a dotar al cuadro de una libre fascinación”. La técnica de pintura sobremontaje –escribió Perán Erminy– se adapta perfectamente a la intención expresiva. La fotografía se incorpora a la pintura guardando un cierto contraste voluntario con ella. Y la irrealidad de la pintura adquiere una veracidad fotográfica. Pocos pintores venezolanos podían ofrecer como Manaure una técnica meticulosa, un modo de descubrirse a sí mismos y de expresarse por medio de símbolos que permanecen aferrados al misterio para realizar la proeza de resumirnos una historia críptica. Manaure adquirió aquí un mayor compromiso y el contenido de su obra devino un mundo de violencia, suicidio y destrucción. Quería pintar la noche de la humanidad. Él mismo escribió en el catálogo: “Estas obras son el testimonio de un hombre que siente profundo amor por la humanidad y ve con tristeza y estupor su draconiana destrucción”. Estas obras pretenden que la mirada arroje una luz sobre mundos interiores, opacos, que guardan con respecto a la realidad la misma correspondencia que existe entre el paisaje verdadero y el que se refleja en la gota de agua. Es un mundo concentrado. Reducido a una pupila de insecto cuyo vuelo se oye venir, pero ¿acaso por eso es menos auténtico? Los símbolos no son ilustrativos ni violentos, ni superficialmente cartelarios; muestran la realidad como puede hacerlo un medio de expresión gráfico, es decir, sintéticamente, pero reservándose el secreto de las transfiguraciones para brindarlo en espacios siempre autónomos. De allí esos homenajes constantes a Redon que él ni siquiera se propone y que permiten convertir el cuadro en un temible fulgor, en algo así como un enorme ojo que vigila o destella en la noche. Donde hay un juicio final para los maniquíes recolectores de ceniza cuyo Monte Calvo está sustituido por una suerte de Chimborazo. Así aparecen rostros extraños, mujeres desnudas, personajes inquietantes, fundiéndose, flotando o devorados en medio de las transparencias de un espacio ambiguo e indeterminado, sombrío o luminoso, poblado de palpitaciones y sugerencias
Este juego de asociaciones arbitrarias con imágenes fotográficas imbuidas en una atmósfera plástica es cierto que –como anota Perán Erminy– guarda mayor nexo con el surrealismo que toda su obra anterior. En algunos casos, sus pinturas producen el clima encantatorio buscado por un Max Ernst, la eclosión monologada de mundos interiores en donde lo que los sugiere procede de lo onírico por una vía automática. Un mundo subyugante en el cual las formas han sido sometidas a un inteligente ordenamiento, pese a su aparente ilogicidad
La obra más reciente de Manaure completa esa evolución, la culmina y sitúa al artista en el centro de su universo. Se produce el total encuentro de sí mismo. Es la consagración de un pintor dueño de todas sus posibilidades y en la plenitud de sus facultades. Es evidente que la serie “Los Suelos de mi Tierra” representa una síntesis de todas las etapas anteriores y es expresión de una voluntad a la que conducen la experiencia y la madurez: la decisión de pintar. Por eso Manaure evita todo planteo extra-pictórico, el collage o el objeto, convencido de que el mundo de la pintura se reduce a la posibilidad del espacio de dos dimensiones donde se encuentra toda la libertad
Hemos hablado de un artista imaginativo que se apoya en las metáforas de lo real para crear mundos autónomos que se nos revelan interiormente como símbolos de una tensa vida espiritual. En esta pintura se hace legible, a través de sus símbolos, un profundo sentimiento visual, que acerca a la naturaleza, a las fuerzas más oscuras de la noche; se palpan los sueños en formas o cosas separadas y defendidas por un aire denso de cristales, amplificadas y ubicadas en un orden arbitrario para producir una nueva relación. Con más propiedad podemos emplear estas palabras para referirnos a las últimas obras de Manaure. La síntesis es aún mayor aquí y el clima fantástico está volcado hacia una vivencia directa de lo que asociamos a la tierra, la dura noche aumentada por los ojos de los insectos, grandes primeros planos como los que ilumina y borra luego un relámpago, un paisaje que resulta del propósito de no hacer un paisaje y cuyos trazos se disuelven en el misterio de la técnica. Manaure es el pintor de los espacios enrarecidos que se tornan inquietantes a causa de la fijeza que se ha consumido en plasmarlos. Salen de la nada. No sabemos aquí dónde termina la abstracción y comienza el realismo, dejado todo a la capacidad de saber ver. La ambigüedad buscada con la serie de los sobremontajes emerge ahora, sin artificios, por la vía de la pintura para hacer más tangible la espiritualidad de lo real
Al cabo de veinte años, nunca como ahora Manaure nos dio con mayor fuerza una prueba de su convencimiento de ser un pintor. Para él no hay paz ni sosiego; en su pintura está en lucha, y si sus cuadros se abren como ventanas mostrándonos un universo amplio, es seguro de que encontraremos al pintor en lo más profundo y tenebroso de su propia noche.