Entrevista publicada originalmente en la revista Poesía Nro. 133. Valencia. Septiembre-octubre de 2002.
L.A.A. – La poesía venezolana manifiesta una gran tendencia al lirismo. La suya, por el contrario, se erige como una poesía directa y desenfadada, a través de un tono de autosuficiencia verbal un tono de provocación, si se quiere hasta explosivo.
J.C.- Esa impresión que tú tienes puede deberse y, debería decirse que se debe, al carácter irónico que se pone de manifiesto en ella. No niego el tono provocativo y desenfadado que le atribuyes, el cual puede asociarse a un estilo que por momentos es satírico. Aunque esto no puede decirse de toda mi poesía y menos de la de los primeros libros, puesto que en ella, para referirme a todo mi trabajo, hay momentos o etapas en que prevalece un registro lírico, alternado con esa otra línea de “autosuficiencia verbal” de la que tú hablas.
Te voy a poner ejemplos de ese doble registro en que he trabajado incluso, simultáneamente, y espero que sin menoscabo de una unidad general o por lo menos de una cierta coherencia de la que presumo.
Mi nave se bambolea
En la oscuridad de las aguas.
Observen la extensión
para que comprueben bien
que no la sostiene el oleaje
sino este poema.
El trato con los demás es como el ladrido del perro.
Hagas lo que hagas para entenderlo, te es ajeno.
El ladrar tiene sin embargo una ventaja.
Va en una sola dirección: del perro a ti.
En cambio, el trato con los demás
exige una respuesta: quiere que tú también ladres.
Creo que en la medida en que la poesía se hace crítica, se aparta del lirismo, o por lo menos del lirismo tal como se ha entendido entre nosotros, porque este suele ser celebratorio y nostálgico, cuando no estereotípico, y va casi siempre al pasado. En tanto que de una poesía empeñada en examinar sus procesos no se puede esperar sino una cierta desconfianza, incertidumbre o irreverencia cuando menos. Y una actitud poco complaciente con la tradición.
L.A.A. – ¿Eso que dices tiene que ver con tus esfuerzos para reivindicar la prosa y con el empleo que a ella le das en tu poesía?
J.C. – En general pienso que la prosa es un medio más apto para la reflexión que el verso. Así lo siento, en mi caso, cuando se desea poner más énfasis en el sentido que en la forma, aparece lo prosístico. En cambio el verso pareciera adecuarse mejor al lirismo, a la métrica y la rima. La prosa, por supuesto, proporciona más libertad para el uso de términos tomados de la conversación diaria, así como el empleo de periodos largos, con oraciones subordinadas, como también obliga a un mayor cuidado del ritmo interior de la construcción verbal, lo que implica, por otra parte, un tipo de musicalidad diferente al que permite el verso medido y rimado. Un mayor compromiso con el sentido que con la forma va más allá de lo que puede expresarse meramente con el verso. Naturalmente, no paso por alto la desconfianza que a los poetas les inspira la prosa cuando emplea un estilo narrativo por elíptico como el que se encuentra cuando la poesía se aparta de ese canon constructivo, fundado en las imágenes y en su poder evocatorio para encarar con mayor realismo un discurso más empeñado en examinar sus procesos o en deconstruir el poema en aras de un discurso más experimental o para alterar los hábitos del lector acostumbrado a la poesía tradicional, entonces sobreviene la dificultad de aceptarla y, por supuesto, su rechazo. Whitman dijo, en relación con el cuestionamiento de que era objeto por su afán innovatorio, algo bastante sabio: «Usted no quiere algo que pelee con usted y que lo obligue a pensar contra usted. Usted lo que quiere es un libro de los buenos poetas». El hecho de que la prosa nos acerque más a contenidos lógicos y que pueda hacer a la poesía más explicativa, no le hace ningún daño ni es atentatorio contra ella. Ni siquiera cuando despliega un tono realista. Un lenguaje directo y comprensivo y, hasta descriptivo, no creo que sea contraproducente del concepto de poesía, suponiendo que la poesía sea un saber intuitivo no aprehensible exclusivamente por la razón. En la relación de acontecimientos o en la enumeración de imágenes, cosas o hechos en los que se trastoque el orden presentación lógico, o la sintaxis, o en donde se combinen elementos reales y absurdos, estamos viviendo, dígase lo que se diga, situaciones poéticas y, no importa con qué clase de lenguaje está dicho.
L.A.A. -En cuanto a la influencia de Ramos Sucre en la generación del 58, el tema ha sido tratado un tanto superficialmente por los críticos, ¿no es así?
J.C. – Ramos Sucre no es un poeta de fácil lectura. Y la prueba es que todavía a muchos, fuera de los comentaristas y estudiosos de su obra, no les acaba de convencer. Yo tuve conciencia de esto en 1955, cuando publiqué una de las primeras notas que sobre él aparecieron. Fue en el diario El Universal, para esa época, a casi 30 años de publicado El cielo de esmalte, Ramos Sucre era todavía un desconocido. Y, sin embargo, sus libros estaban en la Biblioteca Nacional, podrían leerse, circulaban. Paz Castillo los conocía. Se miraban como a algo exótico, molestoso, se hablaba del poeta en cenáculos reducidos. Por tanto, no puede acusarse a Ramos Sucre de haber sido indiferente a su obra. Su amor propio no le impedía ser tan modesto como para haberse ocupado, como lo hizo, de distribuir personalmente, entre amigos y lectores, ejemplares de esas ediciones que él mismo cuidaba, con el mismo tesón con que trabajaba el lenguaje y corregía meticulosamente las pruebas de galeradas de su poemario. A alguien así tenía que importarle la opinión de los lectores por poco que le interesara la de los críticos que, en su caso, nunca aparecieron.
Por otra parte, la indiferencia actual del público no puede atribuírsele a la poca difusión de sus poemarios, pues su trabajo es uno de los más divulgados, de poeta venezolano alguno. En Fundarte y en Monte Ávila se publicaron ediciones antológicas, algunas de lujo y su obra completa se cruzó en ediciones hechas casi simultáneamente en España y México.
Lo propio del prestigio de Ramos Sucre es que hemos hecho de él un mito. Un mito vigilado por dos estrellas, el surrealismo y el suicidio, estrellas a las que su intrincada y laboriosa prosa no ha podido sacar beneficios. De lo que podemos deducir, seguirá siendo por un tiempo más un desconocido. Y un poeta maldito, por fortuna, para muchos.
L.A.A. -¿Qué hay en cuanto a poesía política en tu obra?
J.C. – Los temas políticos no son raros en Ovalles. En otros casos, como en Dictado por la Jauría, lo político está como implícito en una poesía de mi generación. Incluso hay libros en su totalidad, con una clara urgencia de expresarse políticamente. Tal es Duerme usted, señor presidente de Caupolicán Ovalles, situación más bien anárquica del lenguaje. Subordinado, por así decirlo, a lo social, en un sentido más general. Y esto podría apreciarse en mis primeros libros, hasta Oh, smog, en los cuales encuentras crítica y denuncia. Lo que habría que preguntarse es si una poesía puede ser política unánimemente en virtud del tema, quiero decir del mensaje, como tantas veces se ha visto en Venezuela. Volvemos aquí a la vieja cuestión de la forma. Nosotros, los poemas de El Techo de la Ballena, justamente porque no teníamos ambiciones proselitistas o de poder de ningún género y, porque actuábamos anárquicamente, estuvimos claros en la relación de poesía y política. Abordamos el problema de expresarnos políticamente como una cuestión de lenguaje o, si tú quieres, como un problema de forma. Puesto que antes que estar dicho convenientemente, lo importante en poesía es que esté dicha adecuadamente, en términos formales. No hacíamos un postulado del compromiso y ni siquiera hablábamos de éste. Entendimos que, en realidad, el tema que nos interesaba era la violencia, buscada o no. Sencillamente se trataba de «violentar» el lenguaje en sí mismo para hacerlo consustancial con la violencia que se vivía en la calle, de manera que la violencia pudiera experimentarse simbólicamente en nuestros textos, como respuesta a la sobreactuación de la represión política ejercida desde el poder. Un ejemplo de ese grado de violencia introyectado al lenguaje puede encontrarse en fragmentos de algunos textos míos, como en este:
Sospecho que mis cavilaciones cavan tumbas
en mis trajes. Ellas también se endurecen como
el barro diurno depositado en la carne.
Compruebo a pesar mío que mis trajes
debido a esa calamidad de servir
como tumbas se han vuelto demasiado grotescos
como si el individuo que los habita no fuera
yo sino un extraño que remueve el incendiario
para encender la mecha de la bomba de tiempo.
L.A.A. -En tu poesía hay un constante diálogo con el lector. ¿A qué responde esa dialogicidad? ¿Cuál es el carácter que atribuyes a este juego?
J.C. – Debe ser una tendencia natural a la oralidad que, en mi caso, procede del tratamiento surrealista que le di a mis primeros libros. Cuando escribía, era como si estuviera pensando en voz alta, como si lo que pensara para mí mismo lo estuviera diciendo de viva voz. El mero soliloquio. También lo que he ido escribiendo con el andar del tiempo, casi siempre al borde de la síntesis y con mucha economía adjetiva, lo siento como algo próximo a la comunicación oral, incluso ahora más. Tanto es así que cuando leo mis textos en público, la gente se siente bien, pensando que estoy leyendo para mí mismo, cuando en realidad lo hago para ellos, como decir protagonizándolos. Tengo la impresión de que lo último que he escrito pareciera pensado para decirlo en público, de esa manera en que puedo generar con el oyente un diálogo implícito y omitido. Quizá eso explique también que últimamente me ha dado por emplear mucho en mis textos el diálogo, el diálogo como manifestación de lo oral. En todo caso, la poesía no puede existir sin la presencia del lector, tal como puede presentirse metafóricamente en este pequeño epigrama:
Que el poema sea el que nos lleve de la mano
y no a la inversa. Que él nos lea,
y no al contrario. En esta perspectiva,
nuestra relación con la lectura
sería mucho más productiva si el poema,
viniendo a nuestro encuentro,
se transformara en lo que trae de la mano:
un mundo a cuestas,
un mundo que él encuentra en uno.
L.A.A. -Tus personajes son por lo general reos, mendigos, suicidas, gente urbana desahuciada, ¿qué tienen que ver esta tipologías urbanas con Juan Calzadilla?
J.C. -Tienen mucha relación, creo yo, con mi idea de la poesía, lo cual es otra manera de decir que tienen que ver conmigo en un grado imaginativo y quizás también, carnal, en cuanto a que trato de expresar con ellos, sentimientos que, a lo largo de mi vida, yo he experimentado o por los que, en diversas circunstancias, me he sentido obsesionado. Pero date cuenta de que se trata de personajes urbanos en cuyas voces encarna lo que dice el poema; y no propiamente de tipologías definidas, con nombre y apellido. En Oh, smog es donde mejor se aprecia este desarrollo, o quizás en donde aparece primero. Allí tropiezas con una suerte de vitral antropomórfico configurado como otredad, como un colectivo humano descrito en situaciones gestuales últimas, vociferante, pero anónimo y representativo de los papeles que asumen en ese colectivo, como si con todo ello, se propusiera un réquiem para la ciudad.
Espero que se comprenda, con Oh, smog, esa transición que va del poema-monólogo en Dictado por la Jauría, a esa oralidad de la cual brotan voces de personajes en quienes importan menos sus dramas e infortunios que el hecho de que, por cuanto viven, son una expresión abigarrada y universal del colectivo urbano.
L.A.A. -Se aprecian muchos elementos de ficción en Diario sin sujeto. ¿No está esto en contradicción con la poesía?
J.C. – No creo que haya contradicción y si la hubiere tanto mejor. Puesto que justamente la propuesta de Diario sin sujeto no califique como poesía ortodoxa o autónoma en sí misma, dado que no persigo esto. Me interesa más que se entienda que lo que se dice como poesía lírica allí no colide con los numerales y pasajes genéricamente indefinibles del libro, pero que, al fin y al cabo, funciona dentro de una secuencia narrativa, ya confesional y objetiva, completamente metafórica y que no pierde ocasión de manifestarse barrocamente.
Así como encuentras que hay ficción, pudieras decir que encuentras ideas. Para el caso es lo mismo. Lo resaltante no es la diversidad de ingredientes genéricos que se confronten, sino la forma en que se integran e interactúan.
El poeta tiene una limitación: no poder salir de sí mismo. Cuando escribes ficción se te hace fácil asumir la presencia del otro y hasta reflejar en él sentimientos que tú no has experimentado puesto que la naturaleza de la narrativa no es verse reflejado uno en los otros, como hace el poeta, sino crear esos otros. Se explica porquéel poeta es realista en cuanto a que lo que trata se corresponde con lo que piensa y siente. Trabaja con sentimientos. Se esmera poco por definir caracteres humanos, a menos que sea también un dramaturgo. Breton se adelantó a predecir el fin del naturalismo cuando, en su primer manifiesto surrealista, criticó a Dostoievski, por el hecho de perder tanto tiempo en detallar uno a uno los objetos de una habitación. No sabemos si valoraba bien la importancia que Dostoievski tuvo para la novela psicológica, pero en todo caso, aplicada al realismo de la época, por ejemplo en el caso de Zola, su crítica era muy justa… desde el punto de vista poético. Hay muy poco en materia de idea de las cosas que el poeta puede transmitir al lector.
L.A.A. -¿El poeta y los otros de su poesía son uno mismo?
J.C. –El poeta inventa al otro y, descubre en este el espejo en el cual puede llegar a verse a sí mismo, pero de otra manera reflejado en los dobles que el otro le va proponiendo. Podría adoptarse esto como un principio: lo propio de la forma poética es reflejar los sentimientos del poeta. Poco importa que este se multiplique, siempre se tratará de él mismo. Es así como llega a ocupar el espacio de lo que dice sobre los otros, como hablante del poema. O, si quieres, como protagonista de sí.
L.A.A. -¿Son compatibles en el poeta moderno poesía y narrativa, o se necesita mantener la separación genérica entre ellas, como ocurría en el pasado?
J.C. – En otros tiempos en que las funciones de la poesía y de la prosa no estaban tan reñidas y separadas y no habían hecho, como hoy, razón de ser de sus diferencias, hubiera resultado más fácil y menos engorroso abordar este tema. Esa separación odiosa que de ambos géneros consumó la modernidad, desde que comenzar a hablar de la poesía como obra de arte condujo también a plantear como paralelos y a veces hasta antinómicos los oficios del poeta y del narrador. Situación que se ha empeorado enormemente hoy.
El origen de tal incompatibilidad la atribuyen algunos a la reducción del poder de representar lo real que ha experimentado la poesía y, según otros, al aislamiento de esta en el dominio de la subjetividad pura y de lo irracional. El desinterés por lo objetivo como traducción de lo real en la poesía se manifiesta en la expulsión del lenguaje de todo elemento narrativo o anecdótico, en proporción parecida a la que llevó a la pintura a desprender de sí todo vestigio de realismo, con el estigma que esto ha representado para el arte de hoy. En tanto que se ha comprobado que el aislamiento de la narrativa respecto a la poesía se origina en su búsqueda de éxito público y comercial.
Sin embargo, la pérdida de territorio narrativo en la poesía en aras de comunicarle especificidad artística a su lenguaje, no obsta para no abrigar la presunción de que, por compartir ambos géneros un lenguaje común, no está completamente abolida la esperanza de una reunificación de narrativa y poesía. De eso deberá, como género matriz, tratar de ocuparse la poesía en lo sucesivo, permitiendo abrir las puertas al diálogo interdisciplinario.
L.A.A. -¿Pero antes tendríamos que saber, para llegar a ese deslindamiento o fusión, de qué cosas puede ocuparse la poesía que le sean inalienables?
J.C. -Al examinar la poesía con miras a definirla o a determinar lo que la identifica respecto a los otros géneros literarios, la crítica (la que se hace fuera y dentro de la poesía) suele plantearse esta cuestión adoptando una posición puramente formal. En verdad no nos dice de qué cosas debe o no ocuparse la poesía. Ni especifica el orden, prioridades o la naturaleza de los asuntos, objetos o temas de uso común o infrecuentes o condenables en la poesía; ni establece licencias o vetos sobre esto o aquello. Tampoco dice nada acerca de la índole o las características de las materias argumentales susceptibles de ingresar a las estructuras poemáticas y, ni siquiera de las ramas o disciplinas del conocimiento, la ciencia, la historia, las artes, la filosofía, etc., de donde puedan aquellas materias ser tomadas, o si sobre el lenguaje pesa alguna restricción respecto a los contenidos que, con base en la experiencia personal o colectiva, de sí mismas suministran la imaginación, la remembranza, los trucos, el sueño, los mitos, etc. Tampoco se dice nada en cuanto a la viabilidad, cuantificación y calificación de este aprovisionamiento.
A este respecto, lo único seguro y, por así decirlo, limitado y definido que ha sobrevivido en la posmodernidad, aparte de la libertad temática, es el concepto que ve en la poesía una forma. Una forma que toma el poema durante el proceso de escribirlo. De manera que se puede concluir que al completo arbitrio en que se encuentra todo individuo (ya que no hay obra que no sea de arte) para considerarse poeta o para actuar o llenar rol de tal, corresponde la más completa y entera libertad en el empleo de todos los contenidos susceptibles de territorializarse poéticamente, dependiendo de su éxito solamente de lo que se haga con esos contenidos y no exclusivamente de lo que comportan semánticamente en sí mismos, de lo que significan como referentes.
L.A.A. – ¿Consiente Juan Calzadilla en que se le clasifique como a un poeta urbano?
J.C. -El empeño dealgunos críticos (y este es un error en que han caído propios y extraños) de definirme como a un poeta urbano de un modo tajante e inapelable, o como un poeta obsesionado por las poéticas del ciudadano, como decía Julio Miranda, es una de esas simplificaciones odiosas, propias de la pereza a que nos tiene acostumbrado un torpe afán de encasillamiento transmitido por los profesores de literatura, con sus manías reduccionistas y clasificatorias. Yo no creo que sea el tema lo que define una poesía, sino todo lo contrario; así resulten reiterativos para el poeta los temas tratados obsesivamente, como en el caso de mis primeros libros respecto a la ciudad. Pero, incluso en esos pequeños opúsculos, hay muchos otros temas que podrían rastrearse sin esfuerzo: la naturaleza, el paisaje, las formas del epitafio y el epigrama y, lo que Ender Criollo llama, en una curiosa tesis de grado, la zoomorfia.
En la ficción breve, o en la prosa cortada en versos que, a fin de lo que conocemos versolibrismo, aparte de que buena porción de poetas no ve con buenos ojos cualquier ejercicio conceptual que obligue a pensar o que ponga en juego inquietudes de naturaleza filosófica, estética o narrativa. Todo esto molesta en sumo grado a los que conciben el poema como un hecho autónomo que debe dotarse de temas ya trillados y palabras escogidas.
El surrealismo, por ejemplo, y aún más el dadaísmo, cuestionaban las categorías de esa poesía que para legitimarse echa mano a la rima y la métrica y de cuyo desquiciamiento surgió ya no la exaltación del verso libre, tal como hemos llegado a conocerlo en la modernidad, sino la ausencia completa de preocupación por la forma y la proclamación de un lenguaje abiertamente informal, contaminado y a veces sucio o impuro. Apréciese esto en un libro como Artaud el momo.
Cuando entre nosotros se habla de poesía lírica, es para referirse a un tipo de imágenes como las que tú encuentras en la obra, por ejemplo, de Vicente Gerbasi. Uno siente en su trabajo que él va plasmando visualmente sus sentimientos de lo que ha vivido o al menos visto intensamente. Los elementos visuales de esa experiencia se hacen presentes en su imaginación mediante ese rapto involuntario que conocemos como inspiración. Gerbasi casi nunca pudo escribir sobre lo que estaba viviendo. Y, no obstante, su obra es muy coherente con un propósito que subyace al poema y que le suministra a este esa unidad discursiva que explica el éxito de un poema como Mi padre el inmigrante.