Ningún poeta venezolano ha sido más obstinadamente fiel a la ciudad en los últimos 30 años que Juan Calzadilla. Lúcido y fiel, aterrado y fiel, solidario y suicida. Ya en sus Primeros poemas (1954) irrumpía la ciudad en el largo texto final. (“El cielo estrellado”), haciendo explotar el bucolismo bien medido y el rumbo tranquilo del resto del libro, a los que ahora se sustituían un ritmo angustiado, una sintaxis violentada y una metaforización audaz, casi surrealista. Constatación no despreciable: si Calzadilla se ha dedicado a la urbe o, por lo menos, si la ha asumido como el escenario privilegiado o inevitable de sus dramas existenciales, la urbe ha entrado a cuchillo en su poesía, transformándola radicalmente. Aunque en aquellos versos iniciales la ciudad tuviera aún connotaciones metafísicas: la “la ciudad en el fondo del mar”, “las ciudades criminales” estaban ligadas al “Cielo carcelero del ansia / cascada en medio de dios, anzuelo de muertos”; siendo, en suma, una “ciudad donde no hay / ¡nada qué hacer!”.
En sus libros posteriores, a partir sobre todo de Dictado por la Jauría (1962) y los demás antologizados en Ciudadano sin fin (1970), el protagonista de sus poemas encontró una ocupación fundamental: la representación pública de su propia muerte, renovada una y otra vez en ese suicidio postergado del poema. Y cabría establecer una figura, un triángulo representativo de su poesía, formado por la muerte, la ciudad y la escritura. Pero quedando bien claro que ese personaje acusado es un ciudadano, un transeúnte, un peatón; que ese cuerpo asesinado por sogas, cuchillos, balas, automóviles, caídas en el vacío o por sus propias manos, que ese cuerpo que sufre rebeliones de sus miembros, descoyuntamientos, mutilaciones, reducciones, es el cuerpo de alguien que camina por la ciudad. Camina, aunque no siempre avance, aunque muchas veces retroceda, aunque con frecuencia vuelva al punto de partida. Todo lo cual pudiera ilustrarse muy bien con citas del poemario siguiente, Manual de extraños (1975), que prolonga, aunque con textos ya predominantemente breves, la misma sensación de multiplicada amenaza del paralizado, desdoblado, estremecido y condenado “ciudadano sin fin”.
Luego vino, Oh, smog (1977), el protagonista anterior se escinde en decenas de personajes que se adelantan desde el fondo de la escena, se presentan, hablan en primera persona: los basureros, los mendigos, los conspiradores, la echadora de suertes, el suicida, los ciudadanos, el asesino, de nuevo el suicida, una y otra vez el suicida. El prólogo, pertenece lógicamente, a los basureros: “Avanzaré sin sentir asco / ni pena ni arrepentimiento / largo a largo a tenderme en las gradas / de este reino donde el papel higiénico / ondea en los palcos de botellas”. Este sobreviviente de un apocalipsis que ya ha ocurrido es también un suicida: “Me iré de bruces entre los primeros / a descubrir cuanto antes / la manera de sellar con mi cuerpo / la boca de los tachos de basura”.
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De alguna manera, Oh, smog, el libro más narrativo y brechtiano de Calzadilla, el más “lleno de gente”, partió en dos su obra. Así, con Tácticas de vigía (1982) es la escritura la que pasa a primer plano. Persisten la ciudad y la contaminación, las acumulaciones de desechos que constituyen “naturalezas muertas”, las amenazas – externas e internas –, los desdoblamientos. Pero priman, concentradas como nunca antes, las poéticas: “Mi tarea no prueba la necesidad de ella. Pues consiste / precisamente en no tener tarea alguna. Como poeta / me veo obligado a inventarla a diario a fin de / comprobar su inexistencia” (“De la poesía”). O: “Al concluir la redacción de su texto levantaba la / página escrita y la miraba a contraluz. Verificaba / entonces que la transparencia del soporte no dejaba / ninguna duda acerca de la inanidad de lo escrito” (“Ejercicio de estilo”).
Media docena de piezas similares nos llevan directamente a Una cáscara de cierto espesor (1985). No tener tarea alguna; ser dueño intangiblemente de lo invisible; verificar la inanidad de lo escrito; anunciar el incendio en que se arde, con un alerta tan tardío como orgulloso; perderse reiteradamente en el juego – bajo control – del poema; hundir la pluma en la página/piel; realizar pues, una tarea “pura y simple” que se define por sí misma; las “tácticas de vigia” se repiten y multiplican en los “Graffitis” de Una cáscara… rasguños de uno a siete versos, aforismos incisivos. Calzadilla los hace preceder de una “invocación” doble: la primera es un ambiguo elogio del balbuceo; la segunda insiste en la tarea que es no tener ninguna y, sin embargo – o por ello – realizarla, dentro de sus límites – que son también sus condiciones de posibilidad: las palabras. Es este “El mensaje” del escritor: “El poeta llega a cumplir una misión cuando comprende / que valía lo mismo no haber tenido misión alguna, / pues en verdad nunca la tuvo, y vean: // la cumplió de todos modos. // ¡Pero a qué precio! Su utilidad / no pasó de las palabras”.
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Si atendemos a varias pequeñas alusiones al entorno (los libros que sirven de pedestal a los vasos de whisky; la búsqueda de la notoriedad o del poder, la justificación del cambio personal pretendiendo que son las condiciones lo que ha cambiado…) empezaríamos a sospechar que las poéticas de Calzadilla tienden a identificarse con cierta ética, constituyendo un proyecto inseparable que – quizás cada vez más – se alimenta de sí mismo. Esto, desde luego, no es nuevo: cabría remitirse a Dictado por la Jauría. Pero, encarnado en las poéticas del “pese a”, llevaría a esos textos brevísimos, rodeados de “aire”, a punto de silencio, que constituyen sus últimos libros: un movimiento de concentración emprendido por algunos de los mejores representantes de la llamada “Generación del 58 o del 60” (Rafael Cadenas, Arnaldo Acosta Bello, Gustavo Pereira…), hermanándose con los jóvenes que iniciaron con poemas escuetísimos en los 70 y los 80, teniendo quizás a Reynaldo Pérez So, como precursor. Es probable, en ambos casos (y quizás también en la narrativa que le es contemporánea, caracterizada igualmente por la brevedad extrema de sus cuentos y por la abundancia de novelas cortas), que se trate de la búsqueda de una nueva fundamentación tanto escritural como existencial, tras la etapa de los amplios cantos totalizantes ligados de alguna manera a un horizonte sociopolítico en que la lucha armada parecía tener el triunfo simultáneo y por una vez armónico del “cambiar la vida” y el “transformar el mundo”. Como quiera que sea, Calzadilla es quien más ha reiterado y profundizado la o las poéticas de las “anotaciones”, como materia misma del poema pero también como actitud vital, como peculiarísimo modo de relacionarse con “la realidad”. Al cabo, el poeta breve, convertido en repetido hablante de este discurso fragmentario, mima al atravesar la página en blanco los gestos del peatón al cruzar azarosamente la ciudad: su zig-zag conceptual no es sino otra figura del transeúnte, otra maniobra del sobreviviente urbano. La página, así, resulta el nuevo espacio emblemático del cuerpo amenazado, que avanza al sesgo, dando rodeos, curvado, reptante, indeciso; verificando una y otra vez la falta de sentido de su marcha – pero adelantando el pie mientras lo hace; comparándose al perro, siempre desventajosamente; como ciudadano (el can lo es por antonomasia), como mortal (tan desorientado como el hablante, el perro muere antes, atropellado en la autopista), como poeta (“Habla condensada, la del perro”, en Tácticas de vigia”).
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Diario para una poesía mínima (1986), Agendario. Cuerpos escritos (1988), Diarios. Aproximaciones a un decir siempre aplazado (1990) y el recientísimo Tema para el próximo silbido (1991; redactado, al parecer, mientras preparaba la antología de Minimales) muestran el mismo tipo de texto breve, de índole conceptual, sobriamente irónico y flexiblemente paradójico, que resulta un registro múltiple de pensamientos, sensaciones, anécdotas. El sentido surge de lo cotidiano, sin esfuerzo aparente, con la rara elegancia de una pequeña trampa, sencilla y tensa, infalible en su captura de fragmentos de absurdo. El elogio y superación del balbuceo que anima la poesía de Calzadilla a lo largo de los 80, ese ir y venir entre la vida y las palabras, jugando y perdiendo – ganando literariamente, claro – en ambos campos por querer restituir, con vocablos, “la ida a la vida”, alienta en todos estos títulos, expresando la misma y afortunadamente continuada “peor de las trampas”: el poeta, suicida de papel, sencillamente “intenta vivir”.
Pero si las poéticas siguen predominando en ellos; si la ciudad, progresivamente adelgazada (quizá esté harto de que lo consideremos poeta “urbano”), se ha hecho sobre todo una presencia esquemática; si persisten temas como el de las dificultades motrices para atravesar un espacio, el del doble, la máscara, la mirada que sólo se ve a sí misma, la incomunicación, etcétera, otros tantos ocupan ahora la atención. Así, las artes plásticas, en realidad un punto de partida para reflexionar sobre el cuerpo o la muerte tanto como sobre la pintura misma; también la locura y un suave erotismo prácticamente inédito en toda su obra; el tiempo – no podía ser menos en varios libros que adoptan, a su manera, la apariencia del diario o la agenda. Y ¿el país?
Decir que el país es un tema “nuevo” en Calzadilla sería una estupidez ¿textualista? respecto a una poesía que quizás no ha consistido en otra cosa que en hacerle muecas al horror cotidiano ¿de qué país? Pero seguramente la sobriedad del autor no ha brillado nunca tanto como en “27 de febrero”: “Tambores de sangre / éste es mi país” (de Diarios, Aproximaciones…), donde se deja de lado, por una vez, la rica ironía que sostiene esta escritura, como sostiene igualmente al hablante en ese reduccionismo existencial que es el secreto de su sobrevivencia: “En términos actuales, el escepticismo puede / considerarse como el optimismo de la derrota”, o “Más seguro que volar es caminar / Pero, si puedes, arrástrate” (Diarios…).
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Como Ciudadano sin fin, la anterior autoantología de Calzadilla igualmente en el sello Monte Ávila, Minimales, se propone al lector menos como una recopilación que como un libro nuevo. Ya en Ciudadano sin fin se prescindía de indicar al pie los volúmenes de los que provenían los poemas, aunque se recogieran según el orden de publicación, con los inéditos al final. También había cierto número de cambios respecto a su aparición original: algunos versos eliminados, agregados, levemente transformados o partidos de otro modo; varios títulos alterados; unas pocas palabras desplazadas, sustituidas o suprimidas. No era, al cabo, mucho, y concernía sólo a un puñado de textos.
Minimales es, en comparación, más radicalmente distinto frente a los seis poemarios que antologiza o que constituyen su materia prima, desde Tácticas de vigía hasta Tema para el próximo silbido, es decir, de 1982 a 1991: una suma del Calzadilla de los 80.
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Esta vez no solo no se indica a qué libro pertenece cada poema ya publicado sino que se presentan sin atender el orden de edición, otorgándoles, pues, uno diferente.
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En cuanto a las transformaciones, resultan mucho más abundantes y abarcan mayor número de poemas que en Ciudadano sin fin: son ahora 60 de los 94 textos de alguna manera “renovados”. Títulos cambiados o añadidos cuando no los tenían en la edición original; distinta puntuación (comas, puntos, exclamaciones, paréntesis, guiones agregados, suprimidos o alterados); diferencias en el espacio entre los versos o en su corte; puesta en “prosa” de lo que ante estaba en versos; traslado – a veces mera inversión – de palabras de un lugar a otro; eliminación, añadidura o cambio de palabras, frases, versos (llegando, en el caso de “Curso Corriente”, a eliminar una estrofa entera); dispersión, a lo largo de Minimales, de textos que se presentaban anteriormente agrupados con un mismo título, englobándolos al menos una vez de manera distinta (como en “Frases”: sus piezas primera y tercera son las numeradas 9 y 24 de “El curso y la hoja”, de Diario para una poesía mínima; la segunda viene de Tácticas de vigía). Las transformaciones atañen incluso a poemas del recién publicado Tema para el próximo silbido.
Confieso no conocer, en nuestra poesía contemporánea, una reelaboración tan abarcadora como la llevada a cabo por Calzadilla en Minimales. Y, sin embargo, no estoy seguro de que los cambios sean esenciales. Me declaro, al menos, incapaz de escoger entre unas y otras versiones, aunque las alteraciones sean tantas como las sufridas por “Minidrama” (antes “Sinfonía callejera”), “El cuento de la esperanza”, “Mi país” (antes “Jueves Santo”) o “Final con revólver” (antes “Comunicado”). Me satisfacen el original y su “doble”, así como los 6 libros que, despojados y entreverados con poemas inéditos, han dado lugar a éste. Que sea o no un nuevo conjunto quizás forma parte del juego. Lo es y no. Resume los anteriores, los sintetiza, reestructura y amplía. ¿Los culmina? En cualquier caso, no los niega. Es autónomo pero también remite a ellos, aunque no los necesite. ¿Otra máscara, otro espejo, otro rodeo para volver al punto de partida, otra ventana que rebota la mirada sobre sí misma? Sería, en todos los casos, perfectamente coherente con las poéticas del ciudadano.